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Expresionismo de Guayasamín aún hace crónica de los pueblos
07May
Artículos

Expresionismo de Guayasamín aún hace crónica de los pueblos

A más de cien años del nacimiento del ecuatoriano Oswaldo Guayasamín, la obra del llamado Pintor de Iberoamérica aún llama la atención sobre lo que deberíamos cambiar, porque retrata el hambre, la miseria, la descomposición social, la enfermedad, el dolor en los pueblos de su continente.

Algunos cuadros transitan por la sensualidad y el erotismo, que no fueron ajenos a un hombre que vivió enamorado de la vida y la naturaleza. Sin embargo, el gran peso lo tiene el reflejo del ser humano dentro del ambiente social donde el artista transformaba el cuerpo en crónica, valiéndose de un sólido y muy particular estilo expresionista.

Guayasamín desnudó los cuerpos para que se supiera la realidad que han vivido los pueblos. Los hombres y mujeres inmersos en sus cuadros distan de los físicos forjados de los artistas de cine. Exhiben sin pena caderas, barrigas, masas caídas, huesos visibles por desnutrición, rasgos indios, negros y mestizos comunes en los pueblos de América.

Los temas de sus creaciones impactan por el realismo. El ecuatoriano bebía continuamente del ser humano común. Aunque es poco conocido, los espectadores más académicos encuentran deleite al descubrir en Ecuador una serie de bocetos y estudios de partes del cuerpo que realizó en la juventud, cuando estudiaba en la Escuela de Bellas Artes de Quito.

No obstante, la arista preponderante en la mayoría de las muestras a lo largo de su vida fue la denuncia de la explotación del hombre por el hombre. Basta contemplar los desnudos del pintor: no se regodean en la belleza, pese a revelar una estética consecuente, pletórica de emociones y sentimientos. Exponen a la mujer de senos caídos; alguna que otra cuida a un niño al cual se le pueden tocar las costillas como teclas de piano.

Hace años, durante un recorrido por la casa-museo y la Capilla del Hombre —su galería por excelencia—, el fraile dominico brasileño Frei Betto calificó a Guayasamín como el pintor de los oprimidos y los excluidos de la Tierra. «Pudo haber pintado para agradar a los ricos y a los poderosos, como hacen muchos pintores, pero no, él hizo de su pintura un retrato de la exclusión, de la opresión, de la injusticia», aseguró. Betto conoció al artista en la década de los ochenta, en La Habana, donde compartieron muchas reuniones con el líder histórico de la Revolución Cubana, Fidel Castro, de quien realizó varios retratos célebres.

Pese a declararse abiertamente ateo, Guayasamín era aficionado a coleccionar piezas religiosas, en particular crucifijos, que aún se encuentran por doquier en su casa, actualmente convertida en museo. Uno de los hijos, Pablo Guayasamín, aseguró una vez que su padre siempre quiso ser recordado por su mensaje de amor a los hombres, y como amigo de los grandes líderes latinoamericanos que mostraron el camino del cambio y de la transformación del continente. «Creo que cumplió su compromiso con los humildes de la Tierra, y su mensaje plástico sigue presente en cada injusticia que vemos hoy. Por eso siempre nos decía que dejáramos una luz encendida, porque él iba a volver», comentó.

Nació el 6 de julio de 1919 y falleció casi cuatro meses antes de cumplir 80 años de edad, el 10 de marzo, sin ver concluida la Capilla del Hombre, un proyecto arquitectónico concebido para homenajear al ser humano, y que —en su honor— quedó inaugurado en 2002, con la presencia de Fidel Castro, el también fallecido presidente de Venezuela Hugo Chávez y otros líderes mundiales que le profesaban amistad.

Familiares, amigos y admiradores del artista le rinden tributo cada año con la colocación de una ofrenda floral junto al Árbol de la Vida, como le llaman a un pino plantado por el propio Guayasamín en el patio de su casa. Allí reposan sus cenizas, junto a las de un entrañable amigo: el escritor Jorge Enrique Adoum. Lo quiso mucha gente; sus retratos de Fidel y Raúl Castro, Pablo Neruda, Gabriel García Márquez y Rigoberta Menchú parecen vivos; igual los de Paco de Lucía y Mercedes Sosa, aún en caballetes en Quito, como si estuvieran recién pintados.