Una visión citadina, donde la luz dibuja la amplitud de la noche, es la imagen que sirve de presentación al libro de arte titulado Luis Enrique Camejo Vento. La naturaleza de esa proposición, el concepto que en ella se traduce, es la primera señal que se nos da para ascender en pos de esa ciudad sobre la que una y otra vez vuelve la pintura de Camejo. La vista monocromática de Madrid exhibida en la portada, distingue el deseo de dialogar y relacionarse con la urbe española donde se encuentra PrinterMan Industrias Gráficas, lugar de impresión en 2008 del libro que se había proyectado. El espacio al cual nos asomamos desde la cubierta, recrea un modo singular de iluminar la oscuridad, ése que consiguen las pinceladas del blanco al rebasar las paredes de cristales, escribir anuncios en el aire y destellar incansables en el alumbrado público, sugiriendo así movimientos y también, una idea más cercana de lo que acontece en las avenidas; múltiples intercambios que tienen lugar sobre el asfalto. De ese modo, el libro nos introduce en el paisaje urbano hecho por Camejo y de continuo con ese curso iluminador, un texto de Antonio Eligio Fernández (Tonel) nos recibe para conducir con detenimiento la mirada y también las reflexiones, hacia el interior del proceso de creación, su desenvolvimiento y sus más íntimas y medulares motivaciones. En consecuencia, el análisis de Tonel denominado: “Ciudad que son ciudades: pintura y espacio urbano en la obra de Luis Enrique Camejo”, resulta un recorrido singular que ubica a La Habana como contexto esencial donde todo comienza para el artista, una urbe definitiva y, sin embargo, distante de los estereotipos turísticos que la nombran. Una Habana, como pude ver luego paso a paso, “construida” a partir de las encrucijadas de quienes la habitan, una y múltiple a la vez: en atmósferas, sentidos del espacio, del tiempo. Luego de haber encauzado esas iniciales precisiones, Tonel repara en la seriedad (y el compromiso), con que Camejo concreta la pintura, se detiene en los pormenores de lo que denomina “ritual” de acciones imprescindibles, y apunta lo que en él mismo son: “Acciones de apariencia manual […] que no desdicen nunca de la dimensión intelectual de la pintura”, y tampoco de lo tenido en el gremio artístico como oficio. Esa visión de Tonel, respetuosa e inclusiva, en relación con los diferentes medios de expresión del arte contemporáneo, se detuvo esta vez incluso en el significado que cobra el lugar donde se materializan las pinturas de Luis Enrique Camejo pero, sobre todo, resulta precisa y esclarecedora en los entresijos del proceso, entendido éste como totalidad. Su narrativa conversacional permite distinguir, casi ver, eso que él distingue como los procedimientos más caros al artista, algunos cuyo origen –según su análisis y también experiencia práctica– remiten a los principios técnicos de la acuarela, rebasada en la práctica por Camejo a partir de su dominio de otros medios y sus especificidades. Lo que Tonel remarca, es un detalle bien significativo en la pintura de Camejo, responsable de las cualidades que la luz alcanza en sus obras, responsable también de las trasparencias, los contrastes, las aguadas. Es la clave de cómo consigue pintar los ascensos (o descensos) volátiles, atrapar las vibraciones de los días intensos del verano, los desmedidos aguaceros, la opacidad tropical de los inviernos, los tonos de la impaciencia, de la espera, del transitar de ambas. Las 145 imágenes a color con que cuenta el libro, lo convierten en una suerte de galería, y resume así un lapso temporal que va del año 2005, hasta el presente. Semejante volumen de piezas de Camejo, favorece, por una parte, el estudio acerca de esa obra centrada en el paisaje urbano o en el tema de la ciudad –según se prefiera–, y también, la fruición contemplativa. Pese a que el libro resulta sin dudas un balance, la presentación de las obras deja a un lado el posible registro cronológico, y se aviene a un particular ordenamiento cromático marcado por las portadillas y los detalles de color en la esquina superior de las páginas. Las tonalidades van a definir el ritmo, la sucesión de las piezas, aún cuando no se destaquen las oscilaciones en la intensidad de un mismo tono. El sobrio diseño de Eduardo Moltó traduce lo ideado por el artista: sugerir movimiento, conseguir incluso que el lector participe de él, en ese tránsito cromático en que se suceden los diferentes segmentos. Con el gris se inician los que podemos llamar capítulos gráficos, y es justo con la obra “Cruzando 26”. Ella nos coloca de plano en la avenida, en la ruta trazada por los automóviles, y también por su estadía en las gasolineras. Tenemos allí varios momentos de espera para atravesar la vía en medio de aguaceros, la convivencia en la calle de quienes hacen uso de transportes y de quienes van a pie. En ese derrotero figuran algunas vistas del Malecón, así como los diferentes túneles de La Habana. Los autos, que llamaban la atención por un protagonismo fantasmagórico, ceden el paso en favor de la gente que habita la ciudad. De eso dan cuenta la progresión de la serie Sueño, y también de otras piezas sin título. La ciudad vista con los ojos de Luis Enrique Camejo, puede estar de verde, y mostrar su progreso hacia el turquesa en entornos que inspiran una extraña simpatía. El glamour ilumina las vidrieras, y la luz alcanza sitios de encuentro en los cuales figuras imprecisas exhiben, en unos casos, su solvencia; en otros, su desilusión. Un extraño fulgor acompaña cada una de las travesías durante el día y también las que ocurren en la urdimbre discreta de la noche. Con un azul profundo sucede otro episodio. En él, describe de manera semejante una vista hacia la calle desde el interior de una galería y la Serie Panamá. No importa el destaque de otro lugar para esta ciudad de Camejo, que son ciudades como afirmara Tonel, un concepto que la trasciende a ella como enunciado de un espacio único, porque se nos muestra en un fluir que es más que un hecho, mucho más que una sumatoria de lugares. Un último capítulo de este libro singular, y de los continuos desplazamientos que atestigua a través de sus 154 páginas, lo constituyen una veintena de acuarelas y un pequeño grupo de piezas donde se presentan sus ferrocarriles. A modo de conclusión, se reitera, desde ellas, ese don para el contraste y la narratividad en el valor que posee Camejo; lo mismo con el óleo que con la pasta acrílica, o con la mezcla de ésas y otras técnicas. Las acuarelas nos dejan atisbar el fluir de sus ciudades de “agua y humo”, hablándonos desde lo menos permanente, el tránsito fugaz, la travesía. No pueden ser menos las atmósferas que ha conseguido el artista, irremediablemente contextuales, cuando han querido aprehender esas calles nuestras, rutas de lo contradictorio y convulso de estos tiempos. El libro Luis Enrique Camejo Vento, consigue expresar de manera diáfana, una coherente personalidad plástica y es, ahora mismo, una valiosa referencia sobre el artista. En otro sentido, vierte al caudal del arte cubano una puntual reflexión acerca de la pintura, a partir de ese viaje que es el libro mismo y cada una de las ciudades que se avistan, y las historias que con ellas se nos cuentan. Caridad Blanco de la Cruz (Cuba) Crítica de Arte y Curadora cblanco@cubarte.cult.cu