A lo largo del siglo XX la resistencia del arte se ha producido transgrediendo los límites formales e institucionales socialmente aceptados. Se trataba de un arte formalista, no explícitamente político. De hecho, el arte explícito ocupa un lugar casi marginal en las vanguardias del siglo XX. En cambio, desde los últimos años del siglo pasado hemos asistido a la reaparición de un arte de “mensaje” o un arte activista, que a menudo se confunde con la protesta estetizada que practican los nuevos movimientos sociales desde los años 60.
En los movimientos antiglobalización, el carácter carnavalesco, el uso de disfraces, máscaras, marionetas, recursos teatrales, etcétera, con frecuencia va por delante del propio arte activista. La creatividad es necesaria en la práctica de los movimientos sociales, por su carácter mediático, por el hecho de ser estimulante para la acción, por su aspecto vinculante para el activista, con lo cual contribuye a la definición de identidades compartidas. En la práctica puede ser útil instrumentalizar el arte (o la gastronomía, o…), pero generalmente los artistas, en el seno de organizaciones y movimientos sociales, son poco más que decoradores o animadores.
Que el arte haya de volverse hacia el mensaje, con medios ya distintos a los del realismo social, implica que hay un descrédito de la función social del arte, que es la verdadera cuestión. Porque, según se ha dicho a menudo, podría ser que esa función social, política, del arte hubiera dejado de existir en los términos usuales a lo largo del siglo pasado.
Para entender esta función social del arte hay que recurrir a las nuevas herramientas que en los últimos años nos ha ofrecido la sociología. En concreto me refiero a los estudios sobre los nuevos movimientos sociales, que representan un campo apasionante, y a la teoría de marcos o análisis de marcos.
Desde hace treinta años, el pensamiento crítico ha vivido bajo los efectos del relativismo postmodernista. Después de una etapa intensa a lo largo de los años 80, en que parecía que todos los pensadores se tenían que dedicar a mostrar cómo había acabado la historia, las ideologías, la experimentación artística, etcétera, los años 90 y el principio del nuevo siglo han asistido al retorno del compromiso de algunos intelectuales. Pero incluso entre las filas de los intelectuales comprometidos, el divorcio entre filosofía y sociología ha sido radical. Esto ha producido que, a principios de los años 80, mientras los filósofos intentaban demostrar la imposibilidad de todo tipo de cambio social, desde la sociología se hablaba de nuevos movimientos sociales que podían representar un reto al orden político.1
Los estudios sobre los nuevos movimientos sociales han aportado herramientas extremadamente valiosas que son útiles también para la comprensión tanto de la cultura popular como de la función del arte y de la alta cultura, sobre todo si tenemos en cuenta que desde ahora se entienden los movimientos sociales como movimientos culturales.
Para que haya un movimiento social ha de haber también un marco cognitivo, es decir, un discurso, una narración, un relato compartido. Por una parte, un marco de injusticia que compartan todos los activistas. Por otro, un universo simbólico, cultural, que implica una identidad estética (la forma de vestir, tipos de cine, música…), alimentaria, basada en la salud… Como decía Félix Guattari: proyectos ético-estéticos.
En palabras de Edward Said: “El poder de narrar, o para impedir que otros relatos se formen y emerjan en su lugar, es muy importante para la cultura y para el imperialismo, y constituye uno de los principales vínculos entre ambos. Más importante aún: los grandes relatos de emancipación e ilustración movilizaron a los pueblos en el mundo colonial para alzarse contra la sujeción del imperio y desprenderse de ella, […] por el surgimiento de nuevas historias acerca de la igualdad y la comunidad entre los hombres”.2
Si existen movimientos sociales, y con ellos identidades y discursos emancipadores, quiere decir que hay una producción cultural, que por una parte produce al movimiento social y que a la vez es producido por él. Las artes están en la base de la formación de estos relatos, de estos marcos cognitivos, por lo cual parece apropiado tener en cuenta su potencial transformador, la capacidad del arte para crear realidad.
Y la dificultad para el arte es adquirir una posición en un marco cognitivo “otro” al hegemónico. Una dificultad que no es específica del arte puro: el arte comprometido también llegó hace mucho a galerías, museos o centros de arte. Porque, como decía Jean-François Chevrier, “la estructura institucional del arte moderno no es revolucionaria. Es liberal. En el mejor de los casos, liberal en ambos sentidos de la palabra, y en el peor, en su sentido puramente económico”. Chevrier considera que la cultura artística es necesaria para dar la apariencia de utopía a una sociedad constituida en “libre asociación de consumidores”. “Ésa es la razón por la que tantos artistas circulan hoy en día con tanta facilidad por los lugares del arte y de los media proponiendo posturas transgresoras, como diversiones necesarias al establecimiento de una norma indecible”. Sólo cuando se exprese esta norma, dice Chevrier, quizás reaparecerá una nueva “intolerancia revolucionaria” que acepte restringir su acción y que proponga objetos enigmáticos, ajenos a las normas productivas”.3
Como hemos podido comprobar en la última década, el arte político, activista o colaborativo puede ser parte de esa “transgresión necesaria” al liberalismo, que pretende dar apariencia de utopía a una sociedad constituida en “libre asociación de consumidores”, como dice Chevrier. De ahí que necesitemos un plus no puramente discursivo.
La manera en que el artista o el intelectual contribuyen a ese marco simbólico es distinta a aquella que aporta el activista, aunque ambos se contaminan y enriquecen mutuamente, algo que ya dejó dicho Mijail Batjin a propósito del carnaval y la cultura letrada en la Edad Media. Por ello parece importante insistir en que, al reducir el potencial transformador del arte a un discurso político, estamos empobreciendo el proceso por el cual los movimientos sociales adquieren legitimidad y capacidad para transformar la realidad. Estamos abandonando a su suerte el campo de lo estético, el campo de lo simbólico, la creación de subjetividades, que como hemos visto constituyen la realidad y el cuerpo mismo del movimiento.
En la actualidad siguen existiendo abundantes ejemplos de trabajos de investigación formal que enriquecen el marco cultural de movimientos sociales. En el Estado español, por ejemplo, cabe hablar del flamenco-performance del grupo Bulos y Tanguerías, que nace y se desarrolla desde el ámbito de los movimientos vecinales de Sevilla, transgrediendo la pureza de las formas flamencas y enriqueciendo el marco cultural de estos movimientos mediante una “línea de fuga” formal.
Cuando hablamos de marcos cognitivos no nos referimos sólo a la cultura popular (como la canción de autor, por ejemplo, en los años 60 y 70): la “alta cultura” contribuye, aunque sea indirectamente, sin pasar por el activismo, a consolidar y legitimar estos marcos.
Esto no quiere decir que haya que relativizar el activismo, ni siquiera un posible arte activista, sino que es necesario un análisis más complejo de la realidad. A mi parecer, sería importante la confección de mapas que nos permitieran ver de qué manera los activistas, los militantes o simplemente los simpatizantes de un movimiento, aprehenden la realidad –también la realidad cultural– y son capaces, no de resignarse, en tanto ámbito dominado (como se desprende del trabajo de Michael De Certeau y su “invención de lo cotidiano”, o de Néstor García Canclini y su valoración del consumo como medio de aprehensión de lo real), sino de producir discursos críticos, identidades, erigirse en un contrapoder, ofrecer medios de contrainformación, etcétera, es decir, construir movimiento social (algo que no explican ni De Certeau ni Canclini).
El análisis de marcos nos permitirá comprender los procesos y relativizar discursos que no van más allá de su desarrollo institucional. Creo que es un trabajo por hacer, tanto por parte de los teóricos del arte como de los de la cultura y la cultura popular, como por parte de la sociología, que es, sin embargo, la que más se ha acercado a este campo. El análisis de marcos permitirá también a los artistas entender de qué manera se puede activar su potencial transformador, en el seno de qué: de la institución liberal o de los movimientos críticos.
En cuanto a los miembros de un movimiento social, es importante comprender que los nuevos movimientos sociales son movimientos culturales, movimientos autorreflexivos, y por tanto su comprensión, la comprensión del fenómeno, puede ayudar a crecer, a articular propuestas alternativas, a situarse dentro de un proceso.
La oportunidad de estudiar en profundidad los ámbitos alternativos se vislumbró en Desacuerdos. Sobre arte, políticas y esfera pública en el Estado español, un ambicioso proyecto del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA) que, sin embargo, resultó frustrante en muchos aspectos. Desacuerdos… proponía un repaso a las últimas décadas de producción crítica en el arte. A tal efecto, una serie de “investigadores”, especialistas en distintos campos (arte y feminismo, performance, arte postal, arte político…) elaboraban exhaustivos informes de su ámbito. Finalmente, el poco acierto en la elección de éstos, o la nula difusión de su trabajo, impidió un debate necesario. Pero también fue frustrante por el hecho de no haber sabido alimentar estos ámbitos independientes.
La postura del MACBA quedó bien expuesta en su boletín de verano de 2007, cuando en su editorial reclamaba para sí el protagonismo de la crítica institucional, atacaba los ámbitos independientes y parecía negar la capacidad de éstos para producir propuestas, obras o análisis, como queriendo acaparar toda producción de teoría crítica. Las contradicciones del MACBA son las mismas que hemos visto en otros proyectos institucionales: reducir la complejidad social a un sistema obviando toda autocrítica: cuestiones que lo deslegitiman, como quiénes son sus patrocinadores y qué marco cognitivo se alimenta (o al menos en qué tanto por ciento). O lo que es lo mismo: la institucionalización o la integración de las resistencias.
Institucionalización
La institucionalización es un tema fundamental. La diferenciación funcional, el establecimiento de un “sistema” artístico funciona como reductor institucionalizado de complejidad… En Creadores de democracia radical,4 sus autores (Pedro Ibarra, etcétera) se ocupan de los diferentes grados de autonomía que practican los movimientos sociales. Creo que su análisis se puede transportar a los movimientos artísticos.
Por una parte, los movimientos o redes que crean espacios de autonomía radical, que tienden a la constitución de espacios al margen de la organización social generalizada –espacios propios de producción, distribución, de análisis, de ideología… incluso formas de vida alternativas– y transmiten sus modelos y sus discursos desde fuera de las vías de participación formalizada; así es en los ámbitos del arte de acción (redes, programaciones, espacios alternativos…).
Por otro lado, nos encontramos con las redes críticas que penetran en las instituciones establecidas o en construcción y optan por ser un actor operativo dentro de ellas. Fue el caso de la Red Arte, que integraba distintos grupos de artistas, o de las asociaciones de artistas plásticos con una vocación más “sindicalista”; pero también cabe en este modelo parte del arte político o de acción que reclama su reconocimiento institucional. El resultado buscado por este tipo de estrategias es institucionalizar los espacios creados por la red crítica, penetrando y aceptando la interacción/negociación sobre las reglas del juego –que en el seno del campo artístico son las reglas de la legitimidad artística. Es evidente que este tipo de red crítica pretende entrar con una posición lo más fuerte posible y para eso no ahorra estrategias de carácter activista (aunque no necesariamente antagónicas), pero la tendencia es la de normalizar su espacio participativo e institucionalizarlo.
No hay una separación radical entre los dos modelos, se trata de dos parámetros en tensión que ayudan a definir “momentos” de cada una de las redes. Los espacios de autonomía generan incertidumbre, y así espacios utópicos y discursos emancipadores; generan tanto procesos de subjetivación como conciencia política y responsabilidad colectiva, y enriquecen tanto la definición de Arte como el concepto de democracia. En buena parte, la mayoría de los movimientos sociales emancipadores crean dinámicas de creación de espacios de autonomía o incluyen actitudes polarizadas al respecto.
Los espacios de institucionalización también tienen aspectos positivos que producen una mayor complejidad en el sistema. Integran más personas y utilizan modelos más próximos a los marcos cognitivos dominantes, por lo que son más fáciles de entender –más populares. Generan además nombres de personas o grupos con reconocimiento social y legitimidad, lo cual crea un efecto de identificación y una mayor empatía en personas y grupos.
Por lo que respecta a su discurso, estas redes sirven de criba entre los discursos innovadores más radicales y los marcos cognitivos hegemónicos. Los espacios de institucionalización suelen llevar a rebajar planteamientos, pierden fuerza estratégica a la hora de crear incertidumbre y disrupción; sin embargo, pueden desempeñar un papel muy importante en los escenarios regulados de participación democrática, facultad que no tienen las redes autónomas.
En cualquier caso, las redes críticas, sean de tendencias autónomas o institucionales, comportan cierta conflictividad con los modelos institucionales y simbólicos hegemónicos; son un fenómeno imprescindible en el proceso de creación y renovación de posiciones en el campo artístico, permanentemente innovador y radicalmente crítico.
1 Russell J. Dalton; Manfred Kuechler (edit.): Los nuevos movimientos sociales: un reto al orden político. Editorial Alfons el Magnànim, Valencia, 1990. Traducción de Joaquim Sempere i Carreras.
2 Edward W. Said: Cultura e imperialismo, Anagrama, Barcelona, 1996, p. 13.
3 Juan V. Aliaga, José Miguel G. Cortés: “Conversación con Jean François Chevrier”, en Micropolíticas, Juan V. Aliaga; José Miguel G. Cortés; María de Corral (edits.), EACC, Castelló, 2003.
4 Pedro Ibarra; Salvador Martí; Ricard Goma (coords.): Creadores de democracia radical. Movimientos sociales y redes de políticas públicas, Icaria, Barcelona, 2002.