Iberoamérica ha sido un espacio polinacional de profundas y avanzadas preocupaciones de pensamiento, donde no han faltado peculiares concepciones éticas frecuentemente formuladas dentro de las ideologías sociales, políticas, educacionales, religiosas y estéticas. Pensadores criollos de la época colonial y hombres prácticos que encabezaron movimientos liberadores en pos de conquistar la condición de nación, individuos y agrupaciones signados por valores raigales inherentes al sustrato étnico aborigen persistente, y gente preclara de tiempos republicanos con relativa independencia ―porque otra potencia geográficamente más cercana impuso después sus formas de dominio― construyeron ese éthos del iberoamericano para sí que ha devenido paradigma de nuestros proyectos de mejoramiento humano y comprende la búsqueda de la verdad, el afán por lo bello en la conciencia y en sus expresiones, un fuerte rechazo al mercenarismo y la traición y la defensa del amor legítimo en sus diversas acepciones
Si las nociones de identidad y autoctonía, de fusión entre naturaleza y sociedad, de razón y revelación no constituyen categorías éticas, el hecho apasionado de asumirlas y defenderlas sí implica la presencia de modos esenciales de una manifestación de lo ético en la vida y cultura de esta región. Hay una intensa comunión entre los códigos morales preibéricos y los llegados de España y Portugal que participa de entramados populares e institucionales disímiles, ha estado presente en los textos de investigadores y poetas o narradores, y ha cobrado forma a veces indirecta en las obras de arte musicales, visuales y escénicas o fílmicas. Tanto la reflexión más grave, como el humor acentuado en ciertos países continentales e insulares, e igualmente numerosísimas vertientes del imaginario amateur y profesional, resultan canales deliberados o inconscientes de la reserva ética que imanta a la múltiple espiritualidad que nos es característica.
No han faltado encuentros iberoamericanos de hombres del campo filosófico y sociológico, o de la cultura literaria y artística, en los cuales ha primado un entendimiento de lo culto ligado indisolublemente a lo ético. Aun en Ferias culturales destinadas a la compraventa, o en bienales de arte contaminadas por el no-arte neutro y transnacionalizado, ha sido posible advertir libros, canciones, puestas en escena y propuestas de creación visual y audiovisual donde el ser desalienado, la vergüenza y el orgullo por lo propio, la oposición al desarraigo y a los enmascaramientos del colonizado mental han podido mostrarse. Melodías de Violeta Parra y Chabuca Granda, composiciones sonoras de Villalobos y Caturla, novelística de Roa Bastos y Carpentier, cuentos de Quiroga y Cortázar, poesías de Ferreira Gular o Lezama Lima, personalísima pintura de Frida Kalho y paisajes de los cerros de Guayasamín, variantes teatrales de Enrique Buenaventura y Augusto Boal, ya clásicos filmes del nuevo cine latinoamericano y danzas que modernizan esa sustancial expresión corporal analizada por antropólogos y sicólogos de Nuestra América constituyen algunos indicadores de un enorme mapa virtual que podría diseñarse con la riqueza implícita en el universo iberoamericano de cultura.
Tampoco hemos carecido en esta parte del planeta de percepciones y enfoques originales ―explícitos e implícitos― acerca de posiciones éticas individuales, sociales, de nacionalidad y de Estado que han servido como referentes sustanciales no siempre declarados del proceder en las invenciones de la subjetividad y en la circulación de la cultura. Félix Varela, José Martí, Eugenio María de Hostos, José Ingenieros, Aníbal Ponce, José Vasconcelos, José Carlos Mariátegui, Juan Marinello, Leopoldo Zea, Darcy Ribeiro, Néstor García Canclini y Pablo González Casanova figuran entre esos inductores de una conducta y tipo de responsabilidad, un sentimiento nacional y a la vez nuestro-americano, así como la certeza de contar con un tronco cultural común ramificado que nos signa. Se trata de un humanismo activo diversificado, que adquiere cuerpo palpable, ideal, poético y transformador en los contextos de existencia y hechos de la sensibilidad. Existe, por tanto, un complejo de razones que fundamentan y matizan ese éthos que también pervive en las expresiones de lo estético distantes de la desnaturalización, del uso de lo ajeno por encima de lo auténtico, y de esa empobrecedora producción «artística» regida solo por intereses comerciales que lo mismo exigen viejas convenciones que simulacros novedosos.
Atentan contra la organicidad ética iberoamericana aquellos que adoptan títulos para el arte en lengua sajona, por considerarlos superiores y eficientes para el consumo externo; quienes por aventuras de placer y desatinos profesionales traicionan la confianza que un artista vernáculo ha depositado en ellos; los que diluyen el sentido íntimo de la expresión en estilos y ocurrencias sin anclaje cultural fidedigno; y ciertos curadores cuya mirada va de las obras que significan a los esquemas de poder simbólico y mercantil generadores de prestigio artificial y ganancias monetarias. Se apartan del correspondiente éthos esos que olvidan los recuerdos y las fuentes matrices de la personalidad nativa, para funcionar mejor en las respuestas serviles a solicitudes del capital que medra con el trabajo de la cultura; los comportamientos marginales conectados a un comercio subalterno, sustitutos de lo popular y tradicional legítimos; el pragmatismo que abandona la función formativa de lo estético, en pos de fabricar solo adornos y pasatiempos para un consumo lucrativo; y ese tipo de gente que se arranca la piel heredada para vestir complacidos el disfraz exótico.
He sido testigo de diferentes sucesos intelectuales ocurridos en la Casa de las Américas ―institución habanera que pronto cumplirá sesenta años de aportes― e igualmente de las reflexiones fecundas que acompañan a la Fiesta Iberoamericana de la cubana ciudad de Holguín, donde nunca faltó la recurrencia en principios de naturaleza ética que han funcionado como ejes de soberanía, valladares antineocolonización, enlaces identitarios y paradigmas de solidaridad. En tales momentos han sido elocuentes las voces que admiten un ininterrumpido intercambio, en América Latina, entre cultura e historia. Solo testaferros de la especulación y la entrega a foráneos, quienes ven lo Iberoamericano como objeto de ambición y conquista, pueden negar la coherencia ética que une a etnias, naciones y emisiones espirituales tan diversas, conformando así un verdadero prisma geográfico, antropológico, social y estético. Semejante apostasía divulga, además, una falacia sobre la inexistencia de un arte latinoamericano, cuando en verdad más que uno solamente, contamos con una urdimbre artística de modos tradicionales, exteriorizaciones modernas y muchos otros códigos creativos consecuentes con nuestra época. La iberoamericanidad supone, acéptese o no, la acción de una cultura ética y una eticidad arraigada en la cultura.