Si hay un lugar que une a sirios, troyanos y otros turistas de procedencias disímiles con las esencias más legítimas de la variopinta población que (con)vive en la capital cubana, ese lugar es el Malecón. Es el sitio de ponernos de acuerdo sobre la indiscutible belleza de una ciudad que, más allá de su cuestionable condición de Ciudad Maravilla, apuntala sus portales y edificaciones derruidas con el cotidiano de la gente que la habita, con sus alegrías y tristezas, sus esperanzas y decepciones, su juventud y su vejez.
Ahora que San Cristóbal de La Habana llega a su quinientos cumpleaños y el evento cumbre de las artes visuales, la Bienal de La Habana, toma como lema una frase —«La construcción de lo posible»— que bien puede aludir a las encrucijadas de su sostenibilidad en el tiempo, el proyecto Detrás del Muro refuerza su importancia por lo que significa para la vida espiritual de habitantes, transeúntes y visitantes que miran al mar sin darle la espalda a los espacios afincados en tierra.
Desde que surgiera en la edición de 2012, siempre de la mano de su creador, el especialista y curador Juan Delgado Calzadilla, se hizo evidente la sinergia creada entre artistas, crítica y público a pesar de los disímiles emprendimientos y no siempre felices propuestas. Uno camina desde La Punta hasta el Hospital Ameijeiras y, a pesar de que muchos se rompen la cabeza por entender alguna que otra pieza, qué saludable es verlos tratando de traducirla a sus individuales referencias y aprendizajes, a sus dispares culturas, a sus diferentes estratos sociales, reclamando se queden donde están, como forma de incorporarlas al entramado urbano y de hacer del arte un aporte a lo bello o, al menos, lo diferente.
Siete decenas de artistas —más de la mitad extranjeros— de una quincena de países, además de insertar sus obras en los espacios colindantes al «mayor sofá de la ciudad», establecen —y esto es quizás lo más novedoso de la entrega de 2019— diálogos con los receptores del hecho artístico, en un proceso continuo de retroalimentación que otorga a los habitantes de la ciudad la posibilidad de discutir, aunque sea desde el simple disfrute de las obras, sobre estas, su montaje, el entorno mismo, a través de performances, murales, conversatorios, acciones y talleres comunitarios impartidos por los propios creadores, donde han estado implicados también los decisores de políticas. Las olas saltan sobre el muro y salpican más adentro, en el mismo esqueleto de los barrios, sus callejones, sus solares.
«Este es un proyecto de pasión —decía Juanito en la conferencia de prensa realizada en la Embajada de España días antes del comienzo de la XIII Bienal de La Habana—, y se hace realidad gracias al tesón de los artistas, sin ellos yo no soy nada. Me interesa mucho el talento, cómo este puede trasformar a la sociedad y al ser humano. Detrás del Muro es un proyecto que vincula a la sociedad con el arte. Me interesa que los cubanos puedan dialogar con los artistas presentes. Se trata de romper los muros. Me interesa mucho qué se esconde tras esos muros, y qué se esconde tras cada ser humano».
Imposible nombrar todas las piezas, mejor es «caminarlas». Pero hay una (T3C36, del español David Magán) que resume en su policromía los múltiples colores de un evento que ha llamado la atención sobre la importancia —preeminencia— de la cultura en una ciudad que pretende ser cada día más humana. Que los paseantes se detengan ante esta obra y prueben a auscultar su entorno desde diferentes ángulos y reflejos de luz, es una metáfora que no debe ser soslayada.
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