Tanto los estudiosos que desde la Teoría de la Plusvalía hasta nuestros días han analizado el efecto deformador de la mercantilización de lo artístico sobre la creación y el comportamiento de muchos artistas, como los mismos productores de arte capaces de pensar responsablemente, además de críticos y curadores que no se han mercenarizado, reconocen que entre las consecuencias de la correspondiente enajenación comercial de esa esfera cultural figuran la tendencia a desprenderse del contexto vital, cerrar los ojos ante los disímiles problemas y dramas humanos, alistarse casi exclusivamente en modalidades estéticas que estén legitimadas por el poder financiero que las usa, ver la historia y la tradición como lastres que influyen en un «destino de perdedor», y vivir dentro del mercado como si este fuera una útil y satisfactoria «paria adoptiva».
Así, los artistas —sobre todo emergentes— que se sumergen de lleno en ese tejido pragmático y neutralizador de la producción y proyección de valores coherentes con la demanda mercantil, suelen sustituir los principios patrióticos y sociales solidarios por la lógica cuasi «empresarial» privada, predominantemente fría y calculadora, donde los sentimientos y razonamientos o visiones imaginarias complejas ceden lugar a cánones temporales que aseguran la fabricación de productos un tanto simples de sentido, con aceptación internacional más o menos estabilizada. Entonces el interés pecuario que abre camino a una posterior existencia lucrativa y a determinada sacralización en instituciones y eventos regidos por la «mística de la mercancía», deviene condición desnacionalizadora y a la vez «re-patriadora» dentro de una esfera que tiene a la compraventa como centro y objetivo de sus coordenadas existenciales.
Vivir solo en los predios del arte y sus simulacros, conducirse de acuerdo a una tramposa sensación de autonomía que esconde la dependencia sicológica y profesional respecto de los dictados del «capital cultural», obviar los lazos identitarios y circunstanciales que conectan al artista con sus coterráneos, sentirse partícipe funcional activo de los arquetipos de consumo en boga, tramar complicidad con negociantes e ideólogos de la especulación que no ocultan su catalogación del arte como mercancía de inversión con rango traslaticio, y experimentar el orgullo de ser elegido para la manipulación comercial constante, constituyen atributos y actitudes de quienes —en cualquier sitio del orbe, e incluso en Cuba— actúan como ciudadanos de esa peculiar «nación» des-fronterizada que ha llegado a ser el mercado trans-nacionalizado de arte.