Haciendo una ruta por Aix-en-Provence, nos encontramos tantas tiendas con expositores de lavanda como habitantes tiene este idílico rincón de la provenza francesa. Sin embargo, entre tanta aromaterapia -parece ser bandera de esta región- alguna que otra librería esconde un tarot marsellés o enseña postales pintadas a mano. En uno de esos lugares donde las manualidades se comercializan a precio de sello, una tarjeta rectangular decía lo siguiente rodeada de imanes de patos y cigarras: sólo hay dos maneras de olvidar las molestias de la vida. La música y los gatos. Pretendemos aquí añadir una delicia más: el arte.
Es imposible dejarle atrás cuando en Aix-en-Provence los souvenirs se pintan a mano. Cuesta no nombrarlo sabiendo quién ha nacido aquí, quién pintó la montaña de Santa Victoria que los universitarios ven todos los días antes de coger el autobús y marcharse a clase. Paul Cezánne se erige como la estrella de esta ciudad, el hombre que deja su apellido hasta en los cines más concurridos del centro.
La montaña en concreto fue su musa. Este enclave natural que todos los habitantes acostumbran ver cada mañana tiene al menos 44 obras dedicadas al óleo y 43 acuarelas. Su otra musa, su mujer Hortense, se lo había introducido cuando su hermano vivía con vistas a este lugar desde L’Estaque. Fue en este pequeño pueblo donde se reunió con Renoir y Monet.
El último estudio de su vida se encuentra en una calle que lleva su nombre. Fue hogar de sus invenciones a color desde 1902 a 1906, año en el que dejó su ciudad y su vida para siempre, quedando únicamente sobre la mesa sus pinceles y un título como padre de la pintura moderna. Tenía 67 años cuando, tras trabajar en el campo mientras diluviaba, una neumonía se lo llevó.
Cézanne fue, durante un tiempo, un artista incomprendido y azotado por la crítica. El escritor Émile Zola, naturalista por excelencia, fue su amigo desde la infancia, pues se mudó desde París a Aix. La ciudad es testigo de su amistad. Sin embargo, la ruptura del lazo también la vieron sus calles. Dice la estatua del escritor de la Rue Thiers que en un brote de inspiración al ver a su amigo, Zola creó al personaje de Claude Lantier, un pintor ermitaño, tímido e incapaz de relacionarse con mujeres que demasiado se parecía a Cézanne y que protagoniza La Obra, la última novela de la saga Rougon-Macquart. Se dice que la existencia de este personaje sería el inicio del desencuentro.
Es verdad que se considera a Cézanne como un pintor caracterizado por su timidez, que la viveza que mantienen sus obras y los verdes y azules característicos de sus lienzos eran realmente cortinas que tapaban ventanas, hogar, chimenea y poca calle. Un hombre reservado que ahora ve toda su vida expuesta en museos y libros. El silencio convertido en alabanzas a su nombre. Las duras críticas ya no existen.
Nos preguntamos dónde estará aquel crítico llamado Louis Leroy, que dijo que los colores que utilizaba el pintor provocarían fiebre amarilla en un bebé todavía no nacido. Ahora el museo Granet expone permanentemente cuadros de Cézanne. Y de momento no se conocen casos de fiebre amarilla causados por el artista.
Al hablar del museo Granet -pintor del neoclásico, también nacido en Aix- regresamos a la tiendecita de las postales. Qué coincidencia que el arte siempre se encuentre con el arte, porque el museo está doblando la esquina.
Allí vive Picasso, vive Monet, Egipto, el Renacimiento, los personajes de la mitología griega convertidos en mármol. Un viaje placentero por el arte, todo ello observado por aquel que protagoniza nuestro relato. Tiene una sala con su nombre, como todo en esta ciudad, ya lo hemos visto. En ella bailan unas bañistas. Un retrato de su antiguo amigo también se aprecia por los pasillos. Esperamos que él lo vea también, aunque luego se esconda tras los campos de lavanda. Es difícil dejar la timidez, pero seguro que está orgulloso.
En portada: Les Baigneuses, Paul Cezánne