Cuando uno se enfrenta a la obra de Camejo le asaltan múltiples interrogantes; uno se pregunta qué puede subyacer detrás de esas imágenes engañosamente obvias, cuáles son en realidad las pretensiones del artista, qué intenta trasladar al espectador, pues más allá del placer estético que se experimenta frente a una pintura rigurosamente bien hecha, inherente a la intencionalidad del artista, existe algo más que se busca comunicar o expresar, con los recursos propios del medio pictórico.
No creo que las cosas salgan de la nada. Quizás el acto vehemente de pintar, como aquí sucede, connote la defensa de esa disciplina en el vórtice de zonas de la escena artística cubana de una notable visibilidad a partir de los 80, pautada por la saturación objetual, instalativa y contenidista de fundamento postconceptual o postminimalista, a la vez que reaccione ante las fisuras observadas en el devenir más reciente del predio bidimensional. A su manera intenta entonces restituir el espacio perdido al dominio de la pintura, decir cosas desde sus recursos, sortear temas y asuntos tan socorridos dentro de esa escena y, colocar sintagmas simbólicos de una gran eficacia expresiva, sin desentenderse de los patrones de la representación, ni abandonar la idea de considerar el arte y la pintura como entidades autónomas.
Como es sabido, los géneros en la pintura no han perdido vigencia ni desaparecieron; han tenido que convivir con el empuje de otras disciplinas y, como los seres vivos, readaptarse al medio según las exigencias de los nuevos tiempos y la evolución propia de los lenguajes visuales. Ya casi nadie recuerda el comienzo de Camejo, con aquella pintura matérica inspirada en Tapies, que hizo desde 1986. Ni la veta “puntillista” desarrollada con posterioridad. Por encima de todo, se le conoce como cultivador del paisaje, en específico del entorno urbano; una inclinación abierta en el 2000 y que exhibe por primera vez en Hecho a mano, 2001, para de ahí en adelante practicar con constancia un género con fuerza dentro de la historia del arte, muy trabajado en Cuba por el registro fotográfico, las recreaciones modernistas de René Portocarrero, o la traducción postmoderna de Gustavo Acosta, entre otros.
Este enfoque no es para nada sorprendente. En la actualidad la plataforma urbana cobra gran interés para la práctica artística y el pensamiento sociocultural contemporáneos, a los efectos de problematizar y deconstruir todo lo que en ella acontece. El territorio urbano adquiere una porosidad nunca antes imaginada, al punto de convertirse en un gran laboratorio etnocultural, rizomático e híbrido, donde las tramas territoriales en crisis como espacios homogéneos amparan el entretejido de nuevas cartografías humanas y sociales, de nuevas identidades derivadas de las vivencias, las memorias y las historias de los hombres que las habitan. Sobre ese controversial entorno es que él concentra la dirección de la mirada.
Su imaginario se inscribe entonces dentro de las prácticas que remiten a ese paisaje, tal vez con aparente apego a sus denominaciones tradicionales, y nos acerca con insistencia a los rostros contradictorios de la realidad citadina. No necesariamente problematiza ese entorno, como es muy común; más bien lo representa, lo cual no implica sea una pintura de distanciamiento. Ante todo, habría que considerar la deuda con una línea en la pintura moderna interesada en el poder de las imágenes para enmarcar una preocupación sobre el tiempo, el registro de la luz y su efecto en el paisaje, como un artificio discursivo de mayor hondura.
La fotografía como documento juega un rol de importancia en el proceso, pues Camejo usufructúa un procedimiento de carácter fotográfico para nada novedoso, de modo que cada una de sus pinturas responde a registros del exterior llevados luego al lienzo o a la cartulina. Las imágenes de base son tomadas en sus descubrimientos urbanos, en los recorridos al nivel de la calle, respetando siempre el ángulo y la perspectiva del transeúnte.
Esta operatoria, derivada del empleo fotográfico como referente de la pintura, similar a como estableciera el hiperrealismo, desestima sin embargo el canon de verismo instaurado por el empeño impresionista, pues por el camino se generan puntos de ruptura en relación con la reproducción mecánica de la realidad y al documento fotográfico de ella derivado, haciendo que las mediaciones tecnológicas de la cámara pierdan peso en el traslado a la pintura, como resultado de un modo más personal y subjetivo de interpretar las secuencias de la situación fotografiada.
Con tales principios, jerarquiza la ciudad como el asunto principal y como símbolo del espacio habitado por el ser humano. Si bien sitúa el punto de partida en el paisaje propio, es decir La Habana, el leitmotiv articulador y el referente de mayor envergadura por ser este el lugar en que vive, respira, camina, trabaja y se relaciona, prevalece la intención manifiesta de despojar el aura de los determinantes locales en favor de expresar el signo global de la impronta urbana, sin márgenes cartográficos carcelarios, expandiendo las potencialidades hermenéuticas del contexto y sus posibles significados a partir de otras topografías –de Holanda y ahora Panamá–, que permiten entender lo urbano no sólo desde los imponderables físicos o territoriales, sino en su capacidad para estructurar espacios de atmósferas, sonidos, de datos culturales diversos que conviven y se entrecruzan en ellos.
Esto implica tener en cuenta las referencias más o menos identificables a las estaciones holandesas de trenes, al litoral panameño o las “citas” profusas a la capital cubana, a la cale 23, al Malecón –una de ellas, un tsunami amenazante al estilo de La gran ola de Kanagawa, de Hokusai– o la serie de los túneles, Salida, 2003, entre otras. Pero conduce, además, a una proyección mucho más abierta hacia accidentes imprecisos que pueden pertenecer a uno u otro lugar, que abordan los disímiles argumentos del transcurrir cotidiano, los edificios, la actividad en las calles, los monumentos, la vida nocturna, las vidrieras, el movimiento insinuado de las urbes, sus gentes, los lugares de la vida social, de los encuentros (la serie Límites, 2003), los detalles anodinos, los objetos y las cosas que las pueblan.
La obra de Camejo es una construcción de atmósferas. A pesar de remitir a entornos bulliciosos y contaminados por las sonoridades callejeras, algunas estrategias remarcan cierto clima silencioso y desolado, en el cual llama poderosamente la atención la omnipresencia físico-espacial por sobre la insignificancia de la representación humana, percibida como un dato secundario, un añadido dentro del paisaje, que se desdibuja o se afantasma por manchas y contornos sin alcanzar preeminencia alguna.
Contribuye por igual el tratamiento del color, pues si en un principio la fidelidad a la fotografía favoreció cierta agresividad en las tonalidades o la opulencia de los contrastes, sus ejercicios más recientes tienden hacia la simplificación y la mesura cromáticas, empleando en cada uno de ellos una sola gama de colores, en el que el tratamiento del espacio en su bidimensionalidad y el afán por la integridad del plano pictórico recuerdan las creaciones monocromas de los años 50 y 60 y refuerzan el subjetivismo antes apuntado.
Pero una clave significativa proviene de la ambigua superposición del tiempo pasado y presente en una misma superficie, lo que podría responder al movimiento pendular de lo temporal en el Caribe, descrito por Antonio Benítez Rojo. En ese sentido, la aplicación de veladuras contribuye a reforzar la noción del paso del tiempo –un efecto similar a las representaciones difusas de Gerhard Richter–, sobre imágenes a mitad de camino en el inevitable confluir de signos pretéritos y actuales, efecto remarcado por una suerte de llovizna que “desenfoca” la percepción de las mismas y que incita a considerarlas parte de una “memoria esfumada, observable como filtro de la mirada en función de una temporalidad híbrida.
Sus ciudades son constructos desentendidos, en apariencia, de las contingencias de la realidad y aligerados por el simple acto de inscribir secuencias de lo urbano modeladas por la indefinición temporal y por los efectos de la memoria. Esas vistas sucesivas o fugaces sobre el panorama cambiante y dinámico de la cotidianidad identificada, recorrida y confrontada por todos, pero reacia a ser reconocida, provocan la sensación de contemplar “ciudades intangibles”, inaprensibles, cuyo sino podemos imaginar e intuir, pero que jamás llegamos a descifrar del todo. Ésa es una de las grandes ganancias de Camejo; sortear las tentaciones de una representación al pie de la letra y mostrar de un modo diferente lo que está al alcance de todos y no siempre se acierta a ver.
Estaciones, de Luis E. Camejo puede ser visitada en la Galería de Arte Villa Manuela de la UNEAC. Está conformada por 13 paisajes en tela y papel de mediano y gran formato. La muestra permanecerá abierta hasta el 9 de noviembre, en los horarios de 10:00 a.m hasta 5:00 p.m., de lunes a viernes. Calle H, No. 406 entre 17 y 19, El Vedado.