La verdad es que el lenguaje es otra cosa
Jorge Luis Borges
Desde sus años de juventud en Suramérica Luis Camnitzer empezó a amasar una obra pródiga que él mismo, a veces con la ayuda de otros, esparce con generosidad entre la costa este norteamericana, varias metrópolis de América Latina, la Toscana e innumerables aldeas, ciudades, regiones de un mapa amplio, irregular, todavía hoy expansivo. A estas alturas se le reconoce –como diría Jorge Luis Borges (2005: 285) en referencia al duque de Osuna, cantado por Quevedo– “por la geografía de sus campañas” atravesada “por ríos ilustres”: del Trave al Río de la Plata, del Hudson al Serchio, al Almendares.
Su proyección internacional como artista, historiador y crítico de arte, pedagogo, polemista, comisario de exposiciones, editor, miembro de jurados y paneles, le ha convertido en un personaje ubicuo, familiar e influyente –todo ello, pienso a veces, tal vez un poco a su pesar. Hablamos de un sujeto creador respaldado por una trayectoria de casi seis décadas, autor de una obra vasta, abierta, en la que el humor y la levedad van de la mano con la reflexión filosófica, el escepticismo y lo acerbo. Junto a esa obra, en reciprocidad y transvase constantes con ella, existe del mismo autor un cuerpo de ideas heterodoxas sobre la enseñanza y el aprendizaje del arte, más un caudal de acotaciones y de reflexiones sobre el arte mismo, en particular sobre las oscilaciones, las tensiones, los devaneos del artista latinoamericano y tercermundista asentado en una metrópolis imperial.
Al pensar la obra de Camnitzer será seguramente útil traer a colación algunas de sus ideas como crítico. Comenzaré por recordar su planteamiento de que el artista latinoamericano “raramente especula sobre la forma fuera de un contexto” (2009: 80). Muy cerca de esa noción introduce otra, igualmente importante: en el arte de América Latina –y él destaca algunas tendencias en el devenir de ese arte, incluyendo el conceptualismo de los años sesenta y setenta, del cual indudablemente es uno de los protagonistas– “hubo siempre necesidad de explicación en alguna parte” (Ídem). De todo ello entiendo que el contexto completa y condiciona la obra, se introduce en ésta para definirla. Y que en un lugar cercano o lejano, posiblemente fuera de la obra, se encontrarán información y argumentos para mejor comprenderla. No por gusto entonces, ya desde mediados de los años sesenta, Camnitzer y algunos de sus colegas latinoamericanos se muestran interesados en aprovechar “el dinamismo del contexto” y deciden que una manera de lograrlo sería “promover la idea de ‘arte contextual’, frente al ‘arte conceptual’”(Giunta, 2008: 49).
Estas ideas y declaraciones –articuladas sin dudas con ingenio– no son mero juego de palabras; se erigen más bien como un reto afectuoso: por voz de Camnitzer, la obra del artista latinoamericano emplaza a definir y clarificar los “contextos” que la envuelven y permean. Y también convoca a que determinemos cuáles son esos “lugares” –fuera del texto, del objeto, del artefacto en cualquiera de sus avatares– donde cristaliza la infaltable explicación, la cual tiene “una importancia tal que en su ausencia la obra corría peligro de entenderse como una cáscara vacía” (2009: 80-81).1
Camnitzer nos conmina a entender las obras del arte latinoamericano como eventos “contaminados” de realidad, en constante relación de intercambio con el exterior. Me parece ver una convergencia con pensadores como Benedetto Croce y Antonio Gramsci, pues un acercamiento así implica que en el examen de obras específicas identifiquemos lo que Croce (1922: 27) definía como “el elemento fecundante, […] aquello que es real, pasional, práctico, moral” y que según Gramsci se requiere siempre para generar arte, literatura, poesía.2 Las conexiones, ramificaciones e intercambios que las obras establecen con ese “elemento fecundante” –con la sociedad, la historia, la cultura, la política, las ideologías en su entorno– deberán en el mejor de los casos nutrir al arte, darle forma y salvarle del estéril vacío propio de esa “cáscara” mencionada por Luis Camnitzer.
Y ya que hablamos de forma, quiero llamar la atención sobre la importancia del grabado en la obra de este artista. Es en buena medida a través del grabado –el aguafuerte, la serigrafía, los fotograbados, las fotocopias y otras formas de imprimir y multiplicar imágenes– que su obra se define visual y materialmente. El universo del grabado, con su (aparente) inflexibilidad técnica, su aire de especialización gremial y su afinidad por procesos artesanales complejos, es uno de los primeros contextos a tener en cuenta para apreciar la obra polimorfa de Luis Camnitzer. En América Latina, la producción artística por medios gráficos cuenta con una tradición sólida, inseparable de la vocación por crear un arte políticamente activo, multiplicable y accesible a muchos. Ese afán democratizador se revela explícitamente en un documento –firmado por el New York Graphic Workshop– de 1966, que plantea el objetivo de “ofrecer a todo el mundo la oportunidad de desarrollar su propia creatividad y así contribuir a eliminar la diferencia entre artistas y consumidores”.3 Es un propósito ambicioso, sintonizado con ideas radicales de mucha valía entonces entre segmentos visibles de la intelectualidad latinoamericana.4
La tradición populista del grabado, asumida de manera dialéctica por Camnitzer, es expandida y transformada con su propia obra y con las investigaciones y experimentos que él lleva adelante en colaboración con otros artistas latinoamericanos, en especial al fundar en Manhattan el New York Graphic Workshop (NYGW, 1964-1970) junto a Liliana Porter y José Guillermo Castillo. Más que un taller de grabado en el sentido convencional, el NYGW funcionó como laboratorio, sitio para encuentros, escuela, actitud y propuesta itinerante (las obras producidas y con ellas a veces los artistas que las hacían llegaron a Buenos Aires, Santiago de Chile, Montevideo, Caracas, San Juan, Cali, Londres y, por supuesto, Nueva York). Junto a Porter y Castillo, sus compañeros de aventura, Camnitzer expandió el grabado al espacio de la instalación y de lo tridimensional, aunque también lo alisó y dobló antes de meterlo en sobres y lanzarlo al mundo como arte correo. En ese laboratorio se imprimieron grabados en bizcochos; desde allí se organizaron y anunciaron exposiciones de grabados que no podían verse, pues los ejemplares permanecían guardados en una caja fuerte de la 5ta. Avenida.5 En el taller, él puso a prueba ideas que quedarían en los cimientos de toda su obra posterior.
Es en el período del NYGW cuando Camnitzer comienza a realizar obras que consisten en puro texto; la primera de ellas fue “This is a mirror. You are a written sentence” (1966-1968). Ya desde el título la mención del espejo advierte de una deuda estructural con el grabado: toda obra gráfica, impresa, es frente a su matriz una copia fiel e invertida; ello es similar a la relación entre un cuerpo y su imagen reflejada en un espejo. Camnitzer compuso en esta ocasión un verso como los mejores: sugerente, misterioso, en algo imperativo. En cuanto texto, la oración aparece dividida en dos segmentos contradictorios, aunque esa contradicción se desvanece cuando el espectador/lector termina de leer y comprende que detenerse a mirar la obra le ha costado una metamorfosis (o lo ha empujado a protagonizar un performance involuntario): en la acción de mirarse al espejo ha intervenido una voz (esa que dice: “Usted es…”) cuya presencia poderosa ha transformado al que se mira en una simple oración afirmativa.
A esta obra le siguieron un conjunto de nueve etiquetas autoadhesivas (1966-1967). En 1967 ese conjunto fue circulado como arte correo, una manera de alcanzar el objetivo democratizador de involucrar a muchos en el proceso de completar y difundir la obra de arte. Las etiquetas pueden leerse como una combinación de descripciones (algunas alucinantes), instrucciones y pistas para resolver problemas de urbanismo, arquitectura, geometría: “Cuatro puentes, de un kilómetro de largo, formando un cuadrado sin salida, sobre un área habitada”; “Un cuarto con el punto central del techo tocando el suelo”; “250 metros de cadena gruesa acumulada en un cubo de vidrio, de manera que la mitad del espacio ha sido rellenado”. El lenguaje es económico y se acomoda a tiempos diversos, del gerundio al participio, para describir eventos, posibles acciones que están todavía ocurriendo ante los ojos de quien ve y lee; otras veces los hechos se dan por consumados.
Los textos continuaron su desarrollo ascendente en esta obra y pasaron de la hoja de papel suelta al espacio de la galería, para ocupar paredes y pisos. En instalaciones de 1969, entre ellas “Living room”, “Masacre de Puerto Montt” y “Fosa común” el espacio tridimensional o escultórico queda subordinado al poder comunicativo y sugerente del lenguaje. Obras como “Masacre…” y “Fosa…” entran de lleno en el universo de la política latinoamericana del momento. La posible explicación, el dato situado “más allá” apunta a la violencia de injusticias y de guerras (algunas más sucias que otras), de conflagraciones que ya se ven por doquier: Viet Nam y el sureste asiático; el Medio Oriente; las guerrillas y la contrainsurgencia en América Latina y el Tercer Mundo.
En obras posteriores Camnitzer se referirá de manera directa o indirecta a eventos de la realidad sociopolítica de América Latina durante las décadas del sesenta al ochenta. Se advierten alusiones a las guerrillas urbanas, a la tortura y a los desaparecidos. Los fotograbados de la serie “From the Uruguayan torture” (1983) presentan fragmentos de cuerpos, de una humanidad observada muy de cerca, quizás con la cámara de un médico forense o de un testigo que documenta, sin involucrarse emocionalmente, la interacción de torturadores y torturados. Los textos, en esta serie, alcanzan a describir el horror sin apenas nombrarlo.
De cariz político es también el aguafuerte “Che” (1968), una pieza con la fuerza comunicativa de un buen cartel, aunque parca y de una ambigüedad reñida con la propaganda. El grabado muestra sólo una palabra aislada, el apelativo “CHE” –en mayúsculas–, tipografía accesible, como de stencil; letras negras sobre fondo blanco. Sospecho que ese CHE de Camnitzer designa algo distinto de la imagen icónica del famoso guerrillero: che es la manera común de llamar a alguien en Argentina y en Uruguay. Tanto o más que al revolucionario conocido, el aguafuerte refiere a un che todavía por identificar, a un hombre común. En la obra está posiblemente el guerrillero, pero están sin dudas los millones de ciudadanos anónimos que se llaman de ese modo unos a otros, antes y después de la celebridad y la muerte de Guevara. Esa amplitud le da al grabado su dimensión política profunda, como retrato de grupo: es la imagen de un mártir aclamado, quien posa junto a un sinnúmero de almas cuyos dramas no han sido registrados por la historia.
Del mismo período es también el aguafuerte “Horizon” (1968), pieza insuperable por su efectividad para unificar texto e imagen, con derecho a figurar en la más exigente antología de poesía concreta. Se cumple en este caso con creces la afirmación de Borges (2005: 279): “cada palabra es una obra poética”. Esta obra había tal vez asomado, como en ciernes, en una de las etiquetas de 1967 donde puede leerse: “A perfect circular horizon”. Existe también una encarnación posterior, en “The shadow of the horizon” (1976/1983). En este último caso la línea del horizonte y el sujeto se vuelven momentáneamente inseparables. La existencia del límite terrestre, que percibimos en el grabado gracias a su sombra, se hace cuerpo, se adhiere cual tatuaje pasajero sobre esa misma mano que lo sostiene y que presumiblemente es capaz de trazar la geometría del mundo. En “Horizon”, entretanto, se sugiere espacio, perspectiva, un punto de vista que a su vez le da movimiento al texto y refuerza su condición de objeto monumental.
De esta misma época destacaría los varios autorretratos, fechados en años consecutivos, que Camnitzer realizó entre el final de los años sesenta e inicios de la década siguiente. Presentados en un estilo igualmente sobrio, con el texto en negro desplegado a lo ancho del papel en la tipografía familiar del stencil, estos “autorretratos” guardan por supuesto la intención de representar la fisonomía del sujeto cuya firma aparece al pie. O tal vez no deberíamos estar tan seguros. A falta de imágenes, podemos conjeturar que se trata de documentos apócrifos. También puede pensarse en idealizaciones excesivas, en manipulaciones dirigidas a esconder las huellas del tiempo en el rostro del autorretratado. Este último argumento me resulta creíble, pues las obras delatan un cierto narcisismo de la escritura: pasan los años y la tipografía se mantiene igual, sin cambios ni envejecimientos; el personaje Luis Camnitzer, en su versión textual, se ha quedado varado en el tiempo, congelado en los caracteres fácilmente reconocibles, siempre legibles del stencil.
Los autorretratos, con su fidelidad mayor o menor a algún sujeto real o imaginario, me hacen pensar en otras obras fundamentales también asociadas de modo indisoluble a la individualidad, a la singularidad humana (y artística) del creador: me refiero a una serie, extendida a lo largo de varias décadas, que se construye alrededor de la firma del artista. “La firma –ha escrito Camnitzer (2009: 83)– es, en efecto, la concentración de la autobiografía en su máxima densidad”. Un acercamiento inicial a estas obras permite apreciarlas cual confirmaciones, en tono satírico, de la relación de cercanía, las correspondencias y las similitudes que se han atribuido históricamente al dibujo y a la escritura.6 Camnitzer asume esa posible cercanía de manera literal: el dibujo, en una obra como “Copy” (1972) se ha reducido a una forma de escritura, es sólo firma, comienza y termina con esa marca personal. El hecho de que en éstas y otras obras de la serie la firma de Camnitzer se mantenga cuidadosamente uniforme, estable, es muy importante, pues diferencia su propuesta de un antecedente histórico esencial, el dibujo “Picabia” (1920) de Francis Picabia. En ese dibujo Picabia decidió diferenciar sin equívocos sus dos firmas: una de ellas es juguetona, exhibe una opulencia asociada convencionalmente con el dibujo; la otra, sobria y puesta al pie de la primera, parece asumir el rol inequívoco de firma (Baker, 2001: 78-82).
Con el grupo de obras dedicadas a explorar su propio autógrafo, Camnitzer ha creado un continuo que disecciona aspectos esenciales del mercado del arte, en sus versiones contemporáneas. Específicamente, él pone en tela de juicio varios de los pilares –la autenticidad, la relación entre original y copia, la autoridad que el artista ejerce a través de la inclusión de su firma en la obra, la influencia del tamaño y de los materiales en el precio– que sostienen al frágil edificio de las transacciones comerciales en el arte actual. Utiliza la firma para comentar y criticar otros aspectos del mercado del arte, como la influencia desproporcionada que pueden tener las dimensiones de la obra en el precio. Esta perspectiva se transparenta en “Firma para vender por tajadas al peso” (1971-1973), “Fragmento de firma para vender por centímetro” (1972), y “Signature by the slice” (1971/2007). Son obras referidas a la producción artística dominada por la cantidad y por la repetición desmedida, características que se asientan casi siempre en la conformidad servil con las realidades del mercado. Sin dudas, atento a las disquisiciones de pensadores como Hegel y Marx, Camnitzer le hace un guiño en este tipo de trabajo al eterno debate filosófico sobre las contradicciones e interacciones entre cantidad y calidad. Y por supuesto estas obras –dado que pueden ser medidas y pesadas como cualquier otro objeto– ponen de relieve la situación del arte como “objeto de cambio” en la economía capitalista, reviviendo la frase de Marx en cuanto a que un libro del poeta “Propercio y 8 onzas de tabaco pueden tener el mismo valor de cambio, a pesar de la diferencia de valores de uso del tabaco y de la elegía” (Marx-Engels, 1972: 55). Para desmenuzar esa estructura comercial, económica y financiera, Camnitzer se apoya sin duda en experiencias dadaístas que, en su momento –temprano en el siglo veinte– abrieron brecha en este terreno y opera con tanta irreverencia como la manifestada en su época por Marcel Duchamp o Francis Picabia.
Otra verdad destacada por Camnitzer es el hecho de que el dinero es igualmente, siempre, una copia, pues cada billete o moneda forma parte de una edición firmada y numerada, salida de una imprenta o de un troquel. No es sólo que el dinero es una copia, nos advierte Camnitzer: para mayor delicia, el dinero es grabado, quizás de los pocos grabados que llevan inscriptos a la vista de todos, en caracteres y numerales bien legibles, su valor de cambio. El cuestionamiento implícito y explícito en este tipo de obra apunta a algo más amplio que el comercio del arte: su sarcasmo va dirigido al sistema monetario en el que descansa, un tanto tambaleante, la estructura financiera del capitalismo actual. Al transitar ese camino Camnitzer se cruza con obras imprescindibles realizadas durante los sesenta y los setenta por Andy Warhol, Robert Watts, Cildo Meireles, J.S.G. Boggs y Joseph Beuys, entre otros.
“Two Identical Objects” (1981) nos emplaza a considerar las debilidades de un sistema económico y financiero basado en la confianza sin límites en el papel moneda –el énfasis puesto en el hecho de que se trata simplemente de un pedazo de papel, un grabado editado y firmado por el estado omnipotente y respaldado al parecer por la gracia divina. Para alcanzar su objetivo se apoya sobre todo en el recurso de arrugar el papel. Así trae a primer plano la fragilidad del material, al mismo tiempo que lo presenta con el aspecto de algo fácilmente descartable, de una minucia echada a un lado. La solución formal confirma la equivalencia de los objetos, pues se aplica de manera exacta a ambos trozos de papel, el periódico y el billete. Camnitzer extrae del billete todo su valor de cambio, lo desnuda y de esa manera logra reducirlo a su simple valor de uso: papel es papel, lo demás son (caras) ilusiones. La instalación toma cuerpo en los albores de la época de Ronald Reagan, nace permeada por la situación de crisis que sacudió a los Estados Unidos durante un buen trecho de los años setenta y al comienzo de la década siguiente. En esos años aquel país sufrió un cóctel explosivo de recesión, alto desempleo e inflación descontrolada. Mientras escruta escéptico el sistema financiero del capitalismo posmoderno y el universo de la banca y del dinero, Camnitzer se mantiene atento a factores que tendrán una repercusión extraordinaria durante esa misma época en América Latina. Esos factores van a converger en la llamada “crisis de la deuda externa”, un fenómeno acumulado desde la década de los años setenta y que golpeó con fuerza a los gobiernos y pueblos latinoamericanos al estallar de manera incontrolable, a inicios de la década siguiente.
Asentado en el área de Nueva York desde 1964, Luis Camnitzer ha dedicado una parte considerable de su tiempo y sus esfuerzos a tratar de entender los límites y las opciones del colonizado. Es un ejercicio arduo con el que intenta comprender a fondo, primero que todo su propia vida y después su lugar en las instituciones y corredores de la cultura contemporánea (las escuelas y academias, la galería y el museo, los medios de comunicación, el llamado “arte internacional”). De su experiencia ha dicho él mismo:
Llegué a Nueva York. Desde afuera EE.UU. (sic) era una gran plasta emplazada sobre el Uruguay. Sólida y flexible se acomodaba sobre mi país sin dejar casi huecos, contagiando ideas, hábitos e ideales. Supongo que ese es el funcionamiento eficiente de cualquier imperio con respecto a sus colonias […] Una vez en Nueva York la plasta ya no parecía tan sólida. Era más bien como una esponja, con recovecos desde donde uno podía seguir como quedándose en el Uruguay […] La lejanía ayudaba a ver al Uruguay en perspectiva […] Especialmente la situación artística se veía clarísima. Los esquemas que definían al arte uruguayo no eran uruguayos, eran “internacionales”. Internacional quería decir imperial (Camnitzer, 1983).
Toda su trayectoria es un intento tenaz, tocado de inconformidad, por quebrar o al menos burlar esas relaciones de dependencia. Gracias a su cercanía con el imperio y a su origen suramericano, él ha podido ver y estudiar con lucidez, desde dentro y desde fuera, tales relaciones. Ha visto y registrado cómo esas relaciones se transforman, evolucionan, se adaptan –cómo la plasta se hizo esponja, por ejemplo (más adelante, en el ensayo donde encontré esa cita, la esponja vuelve a transformarse en plasta).
Algo ha sucedido en esa cadena de observaciones y transformaciones, en relación con su identidad: a estas alturas es difícil decidir si Camnitzer es hoy por hoy, entre personas vivas y actuantes, el más uruguayo de los artistas internacionales o el más internacional de los artistas uruguayos; no se trata por supuesto de proposiciones excluyentes. Aunque ello no sea decisivo ni importante, me permito asegurar que Luis Camnitzer es, por encima de todo, uruguayo y futbolista. Caído en el terreno de juego se hizo temprano con el balón, improvisó unas fintas, dio unos pasos hacia el margen y –dirían en la jerga futbolística– se desmarcó. Desde entonces juega y deja jugar, siempre de acuerdo con sus reglas, en un partido animado y fraternal del cual salen reportes, noticias por aquí y allá: un libro de tapa dura y papel, con palabras, índice e imágenes y otro libro blando que parece hecho de agua; un papel impreso pegado en el piso; un guante, usado por muchos y enmarcado; un billete arrugado; un cuchillo rompiendo la pared; una mano que atrapa una nube y una nube con su nombre tatuado en fuego. Gracias a esas noticias, fragmentos publicados de una vida que transcurre jadeante en el terreno, sabemos que Camnitzer, el futbolista uruguayo nacido en Lübeck, Alemania, y crecido en Montevideo, está todavía o más que nunca hoy, en el juego.
Vancouver, marzo de 2010
Notas
1 Como muchos de sus ensayos, este texto [“The Artist’s Role and Image in Latin America (2004)”] tiene un carácter profundamente auto¬biográfico y un tono que oscila entre la lucidez y la incertidumbre. Camnitzer, en este caso, re¬flexiona sobre la formación y el ambiente donde se encuentran inmersos muchos artistas latinoa¬mericanos, en la arrancada de sus carreras y aún después. Trata de diferenciar y de contrastar los procesos educativos y artísticos que ocurren pa¬ralelamente en América del Norte y en América Latina. También comenta sobre el formalismo y sobre “las maneras formalistas de leer o ver el arte”. Ofrece matices sobre su idea de las “cáscaras vacías”, explicando que el concepto no debe entenderse como mera descripción de un arte “formalista”. Por ello escribe, cauteloso, que existen “lecturas no formalistas que dan lu¬gar a cáscaras vacías, como sucede con las obras centradas política y puramente en un mensaje narrativo”. Ysubraya además los vínculos en América Latina entre la actitud conceptualista y estrategias de educación y movilización social desde el arte: “Cuando en la periferia llegamos a las estrategias conceptualistas arraigadas políti¬camente de los años sesenta (que con frecuencia precedieron al arte conceptual hegemónico) [...] sirvió de instrumento de concienciación”.
2 En el artículo (“El arte educativo”, 1961), Gramsci asume como válido el concepto de Croce y además agrega: “La literatura no genera literatura, […] las ideologías no crean ideologías, las superestructuras no engendran superestructuras, [éstas] son engendradas […] por la intervención del elemento ‘fecundante’”.
3 El concepto fue planteado en el Manifiesto del NYGW, un documento enviado como parte de una exposición de arte correo, en diciembre de 1966. Ver: Beverly Adams, “The School of the North: The New York Graphic Workshop in New York, 1964-1970”, The New York Graphic Workshop, 1964-1970, p. 21. (Mis comentarios e impresiones sobre el NYGW parten de este excelente catálogo, así como de visitar la exposición [homónima] en el Blanton Museum, durante el otoño de 2008.)
4 El cineasta cubano Julio García Espinosa (2003: 459-461), se manifestó en términos parecidos en 1969, al escribir sobre el “cine imperfecto”: “El arte de masas será en realidad tal, cuando verdaderamente lo hagan las masas […] Al admitir la posibilidad de la participación de todos, ¿acaso no se está aceptando la posibilidad de creación individual que todos tenemos?”.
5 Manifesto Cookie (1966) fue una obra que los miembros del grupo enviaron por correo a instituciones del arte y a personas conocidas. Mientras tanto, la exposición Safe Deposit Box # 3001 (1969) se ubicó en Manufacturers Hanover Trust, en la intersección de la 5ta. Avenida y la calle 57, en Nueva York. Ver: Beverly Adams, ob. cit., pp. 21 y 25-26.
6 Mari Carmen Ramírez, por ejemplo, se ha referido a este tipo de cercanías en el contexto del dibujo en América Latina: “Las afinidades entre el dibujo y la escritura son la materia del calco, un elemento que revela el dibujo como algo a un tiempo grafológico y ritual. Los dibujos agrupados bajo esa etiqueta exploran el medio desde el punto de vista de las ‘imágenes escritas’, o investigaciones caligráficas sueltas donde las marcas y los símbolos generan sistemas de signos sumamente personales e individuales”. Ver: “Un-Drawing Boundaries: A Curatorial Proposal”, 1997, p. 20.
Bibliografía citada
ADAMS, BEVERLY: “The School of the North: The New York Graphic Workshop in New York, 1964-1970”, en The New York Graphic Workshop, 1964-1970, Eds. Gabriel Pérez-Barreiro, Ursula Davila-Villa, Gina McDaniel Tarver, The Blanton Museum of Art, Austin, 2008.
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_________________: “The Artist’s Role and Image in Latin America (2004)”, en On Art, Artists, Latin America and Other Utopias, Ed. Rachel Weiss, University of Texas Press, Austin, 2009.
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