En El sueño eterno, los títulos de crédito del filme de Howard Hawks se encierran dos efectos de predestinación, que anuncian la hermosa y divertida historia de amor entre Marlowe (Bogart) y Vivian (Lauren Bacall).
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La pareja vive su historia de amor dentro de un laberinto, de un jeroglífico con mil soluciones posibles. Su sueño se confunde con la pesadilla de una intriga que en su devenir importa cada vez menos. Los hechos y la identidad de sus autores interesan poco. Lo que existe es un inextricable magma de situaciones y acontecimientos que se suceden y se encadenan formando una malla impenetrable que impide saber con precisión qué ocurre, por qué ocurre y a quiénes ocurre.
Hay asesinatos en elipsis, muertos sin identidad. Nombres sin rostros, rostros sin nombres. Relaciones inestables, hechos confusos. Un mundo en constante desequilibrio, al borde del precipicio, regido por el principio de la descomposición. La encuesta emprendida por Marlowe, detective privado contratado por el general Sternwood (Charles Waldro), viejo multimillonario, para resolver un caso de chantaje, nos depara muchas sorpresas. Su investigación nos permite descubrir mundos turbios, individuos sin escrúpulos, relaciones inquietantes.
Las secuencias se persiguen unas a otras. Existe una escala de concentración de la acción en el nivel narrativo. Una escena arrastra la violencia de la anterior y, por consiguiente, acumula la suya en la siguiente. Cada escena es perfectamente lógica y si se quiere, aunque solo sea relativamente, de un realismo convencional. Pero su multiplicación crea una atmósfera de pesadilla, da como resultado un relato insólito, fragmentado continuamente (la elipsis es un recurso fundamental en la construcción del filme). Es el espectador quien debe rellenar los vacíos, encadenar los saltos en el tiempo, completar el haz de acciones y situaciones; pero desconcertado, acabará por no poder hilvanar el discurrir de la historia. El laberinto se apodera de él. La acción y nuestra mirada quedan atrapadas en su seno. El esquema argumental –una encuesta, una investigación detectivesca cuyo móvil inicial es algo vulgar: un chantaje que no tarda en olvidarse- pronto desvela su ilógica. Sin embargo, la intriga se vuelve tan intrincada que invisibilidad hasta la incoherencia argumental. Incoherencia que se establece desde el arranque del filme: para que haya un chantaje debe de haber algo que justifique su existencia. En el referente literario son unas fotografías de Carmen desnuda las que sirven de coartada. En el filme este motivo, por razones obvias, se alude y no se sustituye por ningún otro. No obstante esa incoherencia argumental redunda en beneficio de una mayor confusión para el espectador y alimenta la incertidumbre de los móviles. La censura y el necesario “happy end” entre Lauren Bacall y Bogart -un sencillo beso de amor- logran embrollar un poco más una historia ya por si complicada.
Nos encontramos ante dos líneas narrativas en el filme: una barroca historia narrada con una intriga intencionadamente intangible; y aquel que vemos a través de los intersticios de la misma: diálogos cortantes y duros, palizas en un callejón oscuro, una mirada cruel, unos retratos sutiles dibujados de forma fascinante, un gesto peligroso, una situación equívoca, una relación incierta que esconde una traición.
Feroz visión de una sociedad sórdida, enfermiza (los delirios libidinosos de Carmen son todo un símbolo; la frialdad de Agnes al enterarse de la muerte de su “pequeño” ganster es todo un síntoma). La radiografía de una clase social (las palabras del viejo general en su invernadero remiten metafóricamente a su propia corrupción y fragilidad)
Encontramos en El sueño eterno, la sutil subversión ideológica del cine “negro”, servida en bandeja a través de la innegable opacidad narrativa, por medio de la fragmentada espesura del relato, y eso que Howard Hawks, con una relativa transparencia de la puesta en escena, ha jugado la carta de no enfatizar visualmente una historia lo suficientemente forzada, que provoca problemas para establecer un discurso lógico sobre ella. Una historia que pone de manifiesto la falta de pureza en la naturaleza de una gran ciudad, de una sociedad con aires de putrefacción.
La cámara se sitúa a la altura de los ojos, huyendo de la tentación de engolamiento en los encuadres, de una retórica en la composición. Por otra parte Hawks renuncia al punto de vista de Marlowe, al relato en primera persona, a la narración subjetiva de la novela de Chandler. Sigue siendo Marlowe el eje narrativo, la focalización sobre él es predominante: está presente en casi todos los diálogos, situaciones y acciones del filme, pero la cámara se independiza de su mirada. Más que protagonista que mueve los hilos de la historia, es un testigo al que muelen a palos en un callejón oscuro, en una cerrada noche de niebla de funestos presagios.
A pesar de la huida de todo subrayado visual, mantiene una fotografía contrastada, con una eficaz utilización del claroscuro. Paradigmática es la iluminación de la casa de Geiger, lugar al que intermitentemente se acude –como imán que atrae hacia el abismo-. Se constituye en un símbolo de destrucción, en espacio de muerte. Allí encontramos figuras en penumbras, personajes medio iluminados, se establecen inestables relaciones, se plasman móviles inciertos. La casa de Geiger es el rostro de la pesadilla. Las sombras proyectadas por una iluminación filtrada, fragmentaria, que acribilla blancos seleccionados, destacan un amenazador perfil.
Si Antonio Weinrichter mantiene que los personajes deben luchar contra una puesta en escena hostil, Howard Hawks, por su parte, hace de Marlowe un náufrago entre las aguas turbulentas de una historia en la que lo único que le salva es el último beso con Lauren Bacall, mientras suenan en “off” las sirenas de la policía llegando a casa de Geiger.