Que América es un pueblo joven lo evidencia, primero que todo, la historia misma de los Estados Unidos. El arco de sentido que iría, en lo fundamental, de las elecciones presidenciales de 2000 a las de 2008 habla, como ninguna otra muestra, sobre la juventud de América. En 2007 la HBO publicó un teleplay, Recuento, con Kevin Spacey, Laura Dern y John Hurt, donde se exhibía el espectáculo público, propio de una feria, con el cual se dirimió el barullo electoral en los Estados Unidos de 2000. Ante las peligrosas proximidades de los votos para George W. Bush y Al Gore, y frente a las razonables dudas que desatan los métodos electrónicos de votación (los chads hundidos pero no perforados), se decide convocar a un conteo mecánico. Y se hace. Pero la distancia entre uno y otro candidato continuaba siendo insignificante y las imágenes ofrecían la vacilación de no pocos ancianos ante la tarjeta mecánica: ¿demócratas o republicanos? Lo segundo sonaba a camino sobado, a ruta riesgosa otra vez, a exclusión en nombre de la hegemonía y la libertad global, pero lo primero traía consigo la sospecha del comunismo, de los negros gobernando el país, de los gays y las mujeres haciendo de las suyas. Dios nos libre de semejante elección; pero había que votar. Votar otra vez, que se convoca entonces –no sin mucha resistencia– a un conteo manual. Y en medio de ese conteo, la Corte Suprema de (In)Justicia da el golpe de Estado institucional: sitúa sin más, en la presidencia, a George W. Bush, por derecho propio y porque era menester la salvaguarda de la imagen universal de los Estados Unidos. Había que ver la imagen cínica de una brillante Laura Dern, respirando profundo, sonriendo histriónicamente, presta a anunciar la última decisión. Ella era, como diría Lars von Trier, “la jefa de todo esto” en la Florida y anunció el golpe final. A esa licencia legal para desconocer, de forma despampanante, el menor signo de la democracia se le llama en los Estados Unidos, “la opción bomba nuclear”. Había que atender los diálogos entre los personajes para seguir comprendiendo el funcionamiento de una cultura joven hinchada de sí. El personaje de Hurt reclama que “el mundo observa. Somos, teóricamente, la última gran democracia. Si no resolvemos esto de una manera digna del puesto en disputa, ¿qué esperanza damos a los países que quieren compartir nuestros valores?”. Unos segundos después, otro personaje respira profundo y comenta: “¡Última gran democracia! Debe ser una puta broma”, a lo que no resta sino el suspiro de Kevin Spacey, entre la sorna y la impotencia. Miles de personas afroamericanas fueron descalificadas para votar, en nombre de extrañas confusiones con los nombres y apellidos de criminales. Nada importó: la opción bomba nuclear desató sus efectos sobre nuevas Hiroshima y Nagasaki: al sentar a un flamante ignorante en la presidencia, cuyo nivel de estulticia era directamente proporcional, desde luego, a su grado de beligerancia, una cultura joven con ansias de globalidad emprendería nuevas guerras económicas que pretextaban puerilmente la exportación de la libertad para perseguir la nivelación de la moneda y el petróleo de la periferia. Ocho años de necedad fueron el precio de tamaña aventura bushista, gracias al arrobo de un presidente que confundía sin más a una etnia con una banda de rock. Ese hombre era el rey del mundo. Pero es que, ocho años más tarde, el espectáculo ya no da más, sobre todo no entrega las garantías económicas que tanto importan al país de la comida rápida y el estrellato de Julia Roberts y, venga la esperanza, triunfan los demócratas, sin necesidad de mucho conteo mecánico o manual. En un discurso esperanzador, donde el “Sí podemos” recuerda vaga pero alentadoramente el “Sí se puede” cubano (las antípodas comulgan), el presidente negro asegura que sólo en los Estados Unidos de América un hombre negro puede llegar a la presidencia y cumplir todos los sueños para el país. La nueva democracia nace de la misma arrogancia de la hegemonía, pero es dable pensar que intentará realizar muchos de los sueños; la pregunta sería: ¿Lo dejarán todos esos ciudadanos que amaban a Bush porque “al fin tenemos un presidente que nos representa y nos defiende en la arena internacional?” ¿Ese negro en el trono podrá hacer realidad los sueños de millones de inmigrantes que un día fundaron el país y hoy lo padecen, como observara irónicamente Martin Scorsese en su filme Gangs of New York? ¿El proyecto de la mundialización conocerá un giro que desconecte economía y marcialidad y se ocupe en verdad de un posible encuentro de las subjetividades? Éste es un relato, a no dudar, propio de un pueblo joven. O sea, no hay que ir a otros pueblos con la coartada del atraso económico y social más estrepitoso para comprobar el espectáculo tragicómico del pueblo joven. Luego, si nos paseamos por otros países y visitamos museos, galerías, salones de arte, encontraremos, no de balde, una extraña persistencia de la memoria. El pueblo joven olvida el olvido y se ancla, como para siempre, en los estantes tranquilizadores de la memoria. Confortantes armarios. Allí se deposita y se reza; allí se funda y se forja todos los días. El pueblo joven se define y se niega todos los días: veinticuatro horas después, en definitiva, se volverá a definir. El pueblo joven padece un ansia de identidad, de autorreconocimiento, de Historia en mayúscula, que se expresa como hambre de definición: voracidad por definirlo todo, por contornearlo todo, por hacer tangible lo que vaga y vuela como el tul. El pueblo joven necesita nutrirse de sí, saber a precisión, rozar lo intangible, dominar la razón, desplegar la virtud del espejo. El pueblo joven no sacia jamás su hambre de definición, que viene de un hambre ancestral –ancestral dentro de la misma juventud– en cuanto a la identidad, ese concepto moderno que trata de perfilar el rostro allí donde lo complejo se expresa en lo rizomático, en lo que no se somete, en lo que no se deja perseguir ni atrapar por la definición. En instalaciones, variaciones objetales, pinturas, fotografías, performances, dibujos, intervenciones, el pueblo joven cifra en la metáfora la posibilidad de su perpetuación. El pueblo joven lo apuesta todo en cada empeño; sale a darlo todo en la primera oportunidad. Por eso sentimos en no pocas ocasiones que el afán trascendentalista del arte que inunda (la idea es exacta: el arte que inunda) resulta capaz de pretenderlo todo, de decirlo todo, de atraparlo o comprenderlo todo en una sola obra. Fotos que intentan ser el dato de una memoria o narración total, instalaciones que aspiran a reordenar el mundo así como disponen los objetos en el espacio, pinturas cósmicas –y cómicas– donde el logos adquiere la densidad de la pasta. Fotos quemadas, huellas de huesos, salpicadura y provocación, desafío a la primera. Impetuosidad. En un típico pueblo joven es posible sorprender, por ejemplo, una airada discusión de horas acerca de los límites del videoarte. Eso es típico del pueblo joven: el hambre de identidad se expresa en el hambre de definición, pero el hambre de definición se expresa en la sed de la clasificación. Aun cuando el videoarte de los maestros –ya no el de hoy– contemplaba n variaciones morfológicas: la experimentación visual sobre imagen electrónica, la videoinstalación incluso de emplazamiento urbano, un acting filmado, una performance donde el medio puede actuar lo mismo como registro que como reescritura, etc., todavía hoy deben discutirse durante horas los límites clasificatorios del videoarte. Discurso ideal allí donde se escapa la sustancia, donde huye la materia. Si sabemos que en el arte contemporáneo los lindes, las fronteras, los géneros no son más que convenciones movedizas a merced de una clara máxima: importan la contundencia de la idea a comunicar y la idoneidad de los medios expresivos convocados para encauzarla (sea cual sea la naturaleza de éstos), ah, no, preciso es clasificar, subdividir, demarcar, excluir, jerarquizar. El acento didascálico moderno haciendo de las suyas sobre el plasma corredizo de lo posmoderno: el afán de la trascendencia. Todo esto se esgrime en nombre de una palabra que se ha vuelto patibularia: el rigor. Cuántos crímenes no se cometen a tenor de esa aspiración. ¿Qué diablo es el rigor, fuera de la facultad para entender la complejidad y las variaciones infinitas de los fenómenos? Cada vez que se alza un dedo en nombre del rigor, el conocimiento tiembla. Cada vez que aparece un maestro de escuela con vocación de pedagogo nacional –cuanto menos–, tiembla la ilusión. Soliloquios; gente que necesita un público de diletantes prestos al aplauso. El hambre. El hambre que lo fundamenta todo y lo argumenta todo en nombre del rigor, la definición, la identidad. Ah, los pueblos jóvenes. El anhelo de rigor del pueblo joven prefiere la erudición a la cultura. Ya sabemos que la diferencia fundamental entre una y otra radica en que la primera acumula conocimiento, en tanto la segunda sabe qué hacer con él. El rigor del pueblo joven batalla denodadamente por “estar informado”. Estar informado es repetir hasta el cansancio las categorías y nociones establecidas por los centros de la corriente principal. Si a alguien de la periferia joven se le ocurre proponer una noción es un lunático, está desinformado, es un novelero, pues en otras partes el concepto se usa de otra forma. El sujeto joven está condenado a repetir, como marioneta que cumple su rol, el pensamiento que viene de tierras remotas, más validadas por la tradición. El enfoque folclorista y el paisaje de una feria de las vanidades y de una humildad fingida no provienen únicamente del pueblo joven. En la película Ocho, donde igual número de realizadores aspira a convertir en ficción las ocho líneas de desarrollo –más bien de supervivencia– que se traza la ONU ante la impudicia de la barbarie en las no-vidas de la periferia, cortos de ficción que son en verdad panfletos ingenuos, de una pedagogía tierna, Wim Wenders plantea la idea, estética y éticamente aberrante, de que un grupo de africanos salten de los ordenadores para recordarles a editores y magnates del mundo mediático la pertinencia de los créditos financieros personales y parciales, con vistas a menguar la desnutrición y la insalubridad, la falta de protección de la gente que sobrevive en el borde. A ver: si un millonario le extiende doscientos dólares a la negra nigeriana, ésta podrá resolver, por un mes, la continuidad de su vida. El final es irónicamente demoledor: el orden se restituye, y los fabricantes de realidades de los medios prosiguen su espectáculo (su desidia) como si tal cosa. Entretanto, van naciendo, en unas y otras partes, hornadas de creadores, de gente joven a la que le importa un pepino dónde empieza y dónde concluye la convención o el consenso sobre el videoarte; gente que no cree en las fotos quemadas ni en las huellas de los huesos o los pasos de los antepasados; gente que no cree en la indulgencia perdonavidas del ejecutivo afable. Escuchan un eco, retoman ese eco, pero son conscientes de que se trata de ecos. Mientras tanto, trabajan, registran, crean, piensan su mundo, sin mucho ánimo de fundar nada en cada palabra, en cada gesto, en cada objeto. América debería confiar en esos jóvenes que se sacuden el marasmo de las resonancias de siglos y se apremian a hacer lo suyo fuera de los planetarios y las normas de los maestros, fuera de los manuales y las preceptivas. A menos que advirtamos un buen día cómo estos jóvenes de hoy empiezan también a escuchar voces por todos lados, duros ecos que resuenan en sus oídos, y comienzan también ellos, entonces, a levantar un dedo, a medir la creación, a dictaminar confines. Los pueblos jóvenes viven atrapados en ciclos. ¿Cómo huir de la noria en los días en que la última democracia piensa que pudo realizarse y cuando los años por venir deben encargarse de trocar el discurso ceñudo en realidad cortante y sonante, no en mera hiperrealidad de los medios? ¿Existirá en América un modo de violentar la dinámica de los ciclos y de escapar a la dictadura de la definición?