Desde 1932, se lleva a cabo bajo un mismo techo la Bienal Whitney, con artistas visuales que supuestamente revelan el pulso de las artes visuales en Nueva York y, a través de ello, en el mundo. ¿Qué tuvo entonces de particular en este año? Comencemos por decir que, teniendo como sede un museo de artes visuales, ya no es una bienal solo de esa área. En esta ocasión, el ochenta y cinco por ciento del cuarto piso es una gran tarima dedicada a danza, performance, música y diversas actividades que no se concentran exclusivamente ni en pintura, ni en escultura, ni en dibujo, estampa, técnicas mixtas, fotografía o instalaciones. Esto no resulta negativo, sino que es una confirmación de que las fronteras están cada vez más desdibujadas en una voluntad de cruce enriquecedor. Un área potencia a la otra, y la democracia sobrevive en algún lugar.
Según el día y la hora en que uno llegue a la Bienal, este año podían encontrarse ensayos, artistas en residencia, músicos ejecutando una nueva composición, un performance que nada tiene que ver con otra u otras actividades en otro piso del Museo. La programación es muy diversa, y cambia a lo largo de los tres meses menos tres días que dura la Bienal. La presencia de los filmes está ratificada. Si algo así sucedió anteriormente la proporción era mucho menor, la variedad se ha intensificado y, además, hay menos abarrotamiento de las salas, menos confusión y menos necesidad de llamar la atención. Prevalece la presencia de diferentes generaciones, técnicas y materiales. Hay un acento en la voluntad creativa, no faltan temas imprescindibles con propuestas conocidas, aunque con un impulso renovador, como las fotografías testimoniales de La Toya Ruby Frazier y la relación conceptual que esta joven artista ejerce en sus trabajos. Lo social, lo autobiográfico, lo afroamericano aun sufriente y la destrucción social debida a la globalización, están presentes en foto y en video.
Yo suelo comenzar desde el quinto piso e ir bajando. Allí, Lutz Bacher desarrolla una relación sugerente e indefinida entre música, texto e imagen. Un antiguo órgano Yamaha restaurado con bambú y programado por computadora. Las imágenes son de un libro de astronomía y atienden a la expresión de vastedad que trata de expresarse presentando también páginas en otros pisos. La pianola con rollos perforados en una combinación de autores, y el trabajo de Georgia Sagri completan este piso. La idea de Sagri es más interesante que las resultantes, hasta las cuatro veces en que yo vi la Bienal. Recordemos que en gran parte, la 2012 Whitney Biennial es un work in progress, claro ejemplo de ello es el “libro vivo” que plantea esta artista griega residente en Nueva York. Es una interacción entre performance e instalación –cuando no performance, hay ropas, un gran plástico en el piso con elementos dispersos y demás, conformando la faz instalación. Sin querer hacer un libro tradicional, Georgia Sagri –trabajando con políticos, público, filósofos, artistas, organizadores y activistas– quiere re-señalar cómo se ha desdibujado la figura del autor, al difuminarse los límites entre autor, individual y grupal, productor y producto. Una crítica necesaria a este original trabajo es que esto es más evidente en la televisión que en los libros.
Un piso por la escalera nos da aire para seguir ingiriendo este bufet. Del cuarto nivel, además de consultar los diversos programas –que en danza y en música son significativos–, solo falta saber del restante 15% del espacio. Tras un gran muro está el Green Room de Wu Tsang, como sala de maquillaje de los artistas con ciertas “cosas” que no se pueden tocar según el guardia de seguridad, pero que son tentaciones porque es como estar tras bambalinas: espejos y anotaciones sobre una mesa, una silla y… un video transgender de estilo californiano, a dos canales, completa su presentación. Entre la experiencia de filmes está el trabajo de Luther Price, con diapositivas, película y video intervenidos a partir de detritus visual, polvo, y todo cuanto le entusiasme al autor para alterar los originales. Esta es solo una mención al amplio programa que siempre tiene la Bienal Whitney en cuanto al cine. Una tetracolaboración de Gisele Vienne, Dennis Cooper, Peter Rehberg y Stephen O’Malley ofrece una marioneta animatrónica de un niño que habla emotivamente con su títere acerca de sus penurias; junto a ciertos dibujos en técnicas mixtas. Una secuencia de las teorías y operaciones uniendo lo masculino y lo femenino en su propio cuerpo, debidas a Forrest Bess, motivaron a Robert Gober a curar para esta Bienal una sala con pinturas y documentos de F. Bess, tal como él quería y su galerista no aceptó. Una especie de doble sentido: instalación y homenaje es lo creado por Nick Mauss, quien nos hace atravesar una puerta llegando a un espacio extraño –compuesto de tres paredes, forrado en terciopelo reproduciendo el diseño del carismático Christian Bérard para Guerlain.
En la Bienal hay pintura, escultura, fotografía, estampa y bordado –todo lo que alguna gente denomina hoy “las técnicas tradicionales”. Elaine Reicheck realiza una sólida y personal interrelación entre el bordado a mano –el pasado– y el bordado con una máquina digital –y el presente neoconceptual. Desarrolla un enfoque conceptual del mito de Ariadna y otros que la artista refiere en figuras y palabras. En un sistema de esculturas que se generan con superposición de arcilla, cemento, resina y pintura que pueden tener un cierto toque textural o hasta semifigurativo que se desfigura, está presente Vincent Fecteau. Dawn Kasper no tiene un estudio desde el 2008, trabaja en lo que ha denominado Práctica Experimental de Estudio Nómade. Cada día asiste, cambia, aporta música… El concepto es bueno, pero el resultado no es nada nuevo, y refiere lo que se menciona en otro lugar de este texto: la Bienal es una obra en desarrollo, o sea, es como la vida. Lo que también desarrolla Kate Levant de otra manera, más “pictoescultóricainstalacionísticamente”: rescatando materiales de una casa incendiada habla de la travesía oscilatoria entre la vida y la muerte. Andrew Masullo pinta con óleo en colores vibrantes que no mezcla, y que refiere en una articulación de formas planas, geométricas, con mínimas inclinaciones de juegos de encastre, de geografías originales, en obras de pequeñas dimensiones.
El movimientoOccupy Wall Street manifestó hacia la Whitney Biennial lo que en otros momentos otros grupos sociales reclamaron de las grandes casas de subastas, de otros museos y ferias: son sistemas que benefician a las corporaciones, a los coleccionistas y a los grupos de los museos en detrimento de los trabajadores del arte. Elisabeth Sussman, Sondra Gilman, Jay Sanders fueron los curadores acompañados por Thomas Beard y Ed Halter. En un total de 51 artistas, el performance predomina como otrora, hasta hace muy poco, lo hiciera el video. Pero en esta ocasión se trata de acciones cercanas a los reality shows de TV, involucrando la realidad y los espectadores de manera más directa, menos intelectual.