Siempre he creído que un verdadero festival de música clásica debe tener poesía. Es cierto que desde un sentido más abstracto todo acto musical de excelencia dialoga con la sensorialidad más metafórica y abraza el gesto de lo poético, pero me refiero a la poesía escrita, el verso como parte espiritual de la historia de la humanidad, sus épocas y emociones, que siguen siendo las mismas, pero con expresiones diversas.
En Habana Clásica nos sorprenden citas sui géneris. Con las luces y el encanto que la convergencia de lo mejor del patrimonio musical amerita, se inicia el diálogo, gracias a la gestión financiera y operativa del Fondo de Arte Joven (FAJ), plataforma cultural de la Cooperación Suiza (Cosude), donante líder del evento desde la IV edición. Este festival no sería posible sin el valioso apoyo de quienes trabajan para generar espacios e incentivar el intercambio de los jóvenes artistas cubanos con importantes figuras del circuito internacional, porque el arte necesita de andamiajes que hagan posible su vuelo.
Abriendo la tarde en el Oratorio San Felipe Neri, dos amigos y virtuosos intérpretes suben al escenario para invitarnos a realizar un viaje en el tiempo hasta los más inhóspitos paisajes italianos. Marcos Madrigal, director artístico y fundador del festival, pianista de excelente sensibilidad, junto a Bryan López, joven tenor que ha logrado conquistar las salas de los teatros europeos en la interpretación de papeles protagónicos de alto rigor vocal, en disímiles obras del bel canto y un amplio repertorio operístico, entre las que figuran El barbero de Sevilla, Lucia di Lammermoor, La Traviata, Rigoletto, La Bohème y Der Rosenkavalier, entre otras.
Es el tercer concierto del festival. La sala es un remanso de luces y recuerdos. La mente inicia el movimiento. Dedos sobre el piano. El lenguaje armónico de Franz Liszt despliega el sonido y lo inunda todo. Pronto se escuchan los versos de Petrarca. Notas elevadas dibujando las emociones. “Tal m´ha in priggion, che non m´apre, né serra”. Tres sonetos del Canzionere: el número 47, el 104 y el 123. Poemas de amor a una idílica Laura, que vuelven a recobrar sus sentidos con los aires de siglo XIX en el estudio del compositor húngaro. Malva Rodríguez pasa las páginas con cuidado, su presencia silenciosa en cada concierto no pasa inadvertida. Marcos es uno con el piano, parece acariciarlo al acercarse a las teclas. Cejas arriba. La cadencia de la melodía nos hace llorar. Bryan respira, enlaza una frase, la voz vibra. “Tanta dolcezza”, se escucha. Poesía en el aire y en el cuerpo. Hay una pausa. Aplausos de un lado a otro. Saludos. Continuamos el vuelo.
Esta vez el piano adquiere rapidez. Hay cierto tenebrismo en cada tríada. Marcos se viste de sudor, toca velozmente, como poseído por el espíritu de Britten. El Seven Sonnets of Michelangelo, Op. 22. trae al festival la impronta del genio renacentista, desde la arista menos conocida: su obra poética. Esta pieza musical, nace de una estadía de su compositor (Benjamin Britten) en el continente americano, y es un obsequio para su compañero e intérprete Peter Pears. Inflexiones y matices desde la voz, resueltas ágilmente por Bryan, quien pareciese agarrarse del piano para interpretar. Despegan las palabras al vuelo.
¿Qué música tendrá la muerte para nosotros?, pienso y recuerdo esas otras épocas. Imagino que la poesía no solo es un medio para intervenir entre lo espiritual y el tiempo, sino que también es la forma en la que las palabras buscan la música y encuentran luz. Desde los asientos, el teatro adquiere una condición sacra. Es estremecedora la forma en que voz y sonido se mezclan con el sentimiento.
Acordes ríspidos. Los endecasílabos logran estremecernos, como si Miguel Ángel nos retara en su inmortalidad pétrea a desmadejar la suavidad del alma. Entra la luz por una ventana muy alta. El oratorio se reparte en colores azules, amarillos, violáceos. “Bravi”, gritan desde el público.
Continuamos con otro poeta italiano: il Vate. Desde las luces del Renacimiento nos transportamos al decadentismo de Gabriele D’Annunzio. En Quattro canzoni d’Amaranta el compositor italiano Francesco Paolo Tosti nos ofrece una visión madura de su propia creación y de la amistad que le uniera en vida al poeta italiano, con el que compuso alrededor de una veintena de canción. Como señala la musicóloga española Luisa Lacal en su Diccionario de la música, Tosti no compone sus canciones a partir de un poema previamente existente, sino que ambos amigos escriben las canciones juntos, y D'Annunzio se adapta a las necesidades de la música; pero al poeta no se le caen los anillos, es decir, es un juego para ambos, como apreciamos en la célebre L'alba sepàra dalla luce l'ombra, la segunda de estas canciones.
Bryan se estruja el pecho. ¿La negritud de sus ropas nos traduce los signos o es tan solo un viejo modismo que usan los músicos clásicos al subir al escenario? “Che dici, o parola del Saggio?” Tensión y regocijo.
Vamos a poner el broche del cierre con una Musica proibita. Stanislao Gastaldon nos habla en el piano. El oratorio también tiene balcones. Viajamos hasta 1881, año en el que el compositor turinés publicase esta obra bajo el seudónimo Flick-Flock, con veinte años, sin saber que se convertiría no solo en su melodía más famosa, sino en gesto y encanto para generaciones de jóvenes enamorados. “Vorrei baciare i tuoi capelli neri”. El piano y la voz, las imágenes, el tiempo. Aplausos. Marcos culmina en una nota sostenida. Por fin sonríe Bryan.
Seguramente, como hace siglos, la melodía ofrecerá horizontes. Más allá de un festival y las voces, tal vez algunas almas sensibles se comuniquen en cada acorde, quién sabe, desde otras músicas prohibidas o no, desde el balcón o el asiento de una sala de concierto, pero con la terquedad y la belleza que solo la poesía sabe urdir.
En imágenes: Instantes del concierto en el Oratorio San Felipe Neri, como parte del Festival Habana Clásica 2023/ Fotos: Cortesía de María Montenegro