Tal y como se ha podido comprobar, hay tradiciones festivas de toda América que tienen un basamento común en las mojigangas, cuyos orígenes se remontan a los desfiles paganos que desde la antigüedad se celebraban en toda Europa relacionadas con la cosecha o los rituales para espantar los malos espíritus. En el segundo tercio del siglo XVII las mojigangas se convirtieron en un género dramático menor correspondiente al Siglo de Oro español.
El sentido sacro originario fue desapareciendo o transformándose, pero el hecho de desfilar siguió estando presente en distintos tipos de celebraciones religiosas y civiles a lo largo de la Edad Media, el Renacimiento y el Barroco. Las mojigangas podían formar parte de festejos públicos relacionados con determinadas épocas del año (carnaval, Navidad, la fiesta de un santo, etc.) o de eventos concretos, ya fueran estos celebraciones públicas (como las que se hacían en honor del nacimiento de un miembro de la familia real) o privadas (una graduación universitaria o la consagración de un cura). Los desfiles contaban con una primera parte seria y ceremonial en la que se glorificaba el hecho celebrado, que venía seguida de una parte burlesca: las mojigangas callejeras y el desfile de locos.
No resulta factible encontrar información documental abundante sobre estas manifestaciones culturales primarias a las que pretéritos historiadores soslayaron la importancia debida y, mucho menos, repararon en los cambios que se suscitaron en ellas para adecuarlas a las condiciones ultramarinas y otorgarles su idiosincracia.
Las primeras mojigangas en el Nuevo Continente debieron estar vinculadas con el Corpus Christi por la práctica constante en la representación de la pasión de Cristo. La incorporación de la población criolla mestiza daría un nuevo matiz a esa teatralidad, como lo fue también el acompañamiento con instrumentos musicales y danzas propias de la hibridación de blancos, negros e indios. Hay expresiones que se combinan con esta tradición en México, Ecuador y Bolivia. No hace mucho presenciamos en este país un desfile a la salida del Santuario de su Patrona, donde la marcha de cholas y cholos por las calles, vestidos con sus trajes de gala, se inició con el toque de los tambores en respuesta a una flauta de aires indígenas.
Manuel Vicente Hernández González, en El Sur Dominicano (1680-1795) dice que en Santo Domingo «La Mojiganga se celebraba con caballos, burros, a pie o con carros triunfales y música. Todos salen vestidos de máscaras, ridiculizando los trajes más serios y es un escándalo el verlos andar como locos por esas calles, gritando, saltando, corriendo y mofándose de cuanta gente les presentan en ventanas y balcones con acciones y palabras descompuestas».
Estimó contradictorio que fueran pocos los estudiantes que se apuntaban a los actos, pero muchos los que se vestían de máscaras, ya que bajo esta distracción se les agrega el negro, el mulato y muchos blancos de todas clases. En una palabra, se hacía general la diversión para la gente joven.
Desde los inicios de la colonización, en América conmemoraciones religiosas o seculares, mamarrachos y teatro de relaciones devinieron una triada popular indisoluble del espectáculo callejero en Cuba. En el transcurso de estos tres primeros siglos de colonización española, prevalecieron las festividades religiosas en los centros urbanos de la Isla, en particular aquellas que se relacionaban con las actividades agrícolas.
En La Habana, al recibirse noticias del nacimiento de un príncipe se hizo una gran mascarada con juegos de cañas y un carro triunfal de mucha música y personajes en los que participaban todos los pobladores.
Con vista a la celebración del Corpus Christi en el siglo xvii, el Cabildo secular santiaguero convocaba para que el 29 de mayo salieran a la calle en procesión los tres gremios de oficiales zapateros, carpinteros y sastres y se dispusieran a organizar cada uno una danza y cinco altares, como en años anteriores. De ninguna manera pudieron embridarse aquellas festividades piadosas que se hacían fuera de las iglesias, como la procesión del Corpus Christi, cuyas comparsas de danzantes o tocotines iban acompañadas de músicos negros que tocaban sus tambores y sonajas, o las de la Cruz de Mayo, pretexto para festejar popularmente ante los altares domésticos.
No hay que extrañarse pues de que, con motivo de la exaltación al trono de España de Carlos III se celebrara en Santiago de Cuba, el 14 de abril de 1760, una función pública de «la alegre y famosa zarzuela intitulada Más la lealtad que el poder», representada en la Plaza Mayor, la iglesia de Dolores y la auxiliar de Santo Tomás.
Llaman la atención los teatros que en las tres principales plazas se erigieron para hacer la proclamación, los que se construyeron y adornaron para la ocasión:
El de la Plaza de Armas con un suntuoso edificio de elegante arquitectura de ciento y veinte pies de línea y en el centro se erigían, con hermosa simetría cuatro vistosas columnas de orden dórico, que sostenían otros tantos arcos, bazas, arquitrabes, frisos, cornisas, un majestuoso trono, etcétera.
Y la Ylustre y M. V. Ciudad de Cuba dibujada como una Bizarra Yndia vestida con artificiosa curiosidad de vistosas y matizadas plumas pretendiendo, con movimiento liberal desembarazar una mano del peso de un cetro de oro, que tributaba a sus Reyes, denotando con la otra no serle gravoso el del medallón de sus armas, que es un escudo partido por medio y en la parte superior Nuestra Señora de Asumpcion, en la inferior un Bosque y el Apóstol Santiago a Caballo, un lagarto, un yugo y tres saetas con este lema ET INDIARUM REGIBUS.
Entre las composiciones interpretadas por militares o civiles que actuaron entonces en los tres tablados, se encuentra:
El yngenio ennoblecido
En Carlos sin competencia
Une con sabia eminencia
Á lo Regio, lo entendido
Teatro con redondillas
Con la Magnanimidad
Que burló la opuesta saña
Asegurara asi, y a España
El Reyno, y la Felicidad.
En la Plaza de Armas de Bayamo tuvieron lugar varias dramatizaciones callejeras por miembros de la población con motivo de celebrarse el nacimiento el 25 de abril de 1775 de la princesa Carlota Joaquina, primogénita de Carlos IV.
V uestra licencia Señor
I mpetra el Batallón Pardo
V fano de que gallardo
A si saldrá con honor
C on el respeto mayor
A nte vos Gefe lucido
R eitera el zelo crecido
L ealtad, y amor que su Rey
O bsequioso como es Ley
S iempre mostrar ha sabido
El gremio de mercaderes se presentó ante la recién estrenada Casa del Cabildo, y después de la loa, entre varias mojigangas amenizadas con música, destacó la presencia de un Niño «muy bien vestido» que tenía el propósito de divertir al público. «En horas de la tarde el Batallón de Pardos, con caballos bellamente adornados, se presentaron, bajo el balcón de la casa del teniente gobernador y Cabildo, con música de chirimías luego dirigieron unas décimas a la autoridad mayor del capitán del regimiento de España José Díaz Tejada». Ya en la noche, iniciaron una representación llevando un carro conducido por dos yuntas de bueyes en forma de castillo con dos garitas en los extremos, «al concluir una salva que se hizo desde el castillo, se abrió éste sobre el exe de dos bastidores, y se manifestó una bonita perspectiva, y sentado tres oficiales, representando el Amor, Apolo y Marte». La dramatización se refería a la disputa entre ellos para que Minerva determinara la preferencia de las letras o de las armas. Después de la loa, acompañados de música, tocotines disfrazados se retiraron bailando delante del carro. Posteriormente, el gremio de zapateros montados en caballos primorosamente enjaezados y encintados hizo su representación en la tarde, frente al balcón de la casa del teniente gobernador, con música que llevaba cajas y pífanos y cuya dramatización era de escaramuzas entre moros y cristianos que terminaban con la captura del Moro; ya en la noche, ostentosamente acompañados de cánticos, en un carro con apariencias de balandra, simularon un fuego de cañones y en un tablado, un moro y un cristiano disfrazados, concluyeron la pantomima.
En 1830 el matrimonio de Fernando y María Cristina se festejaba en Santiago con la representación de un drama nupcial en dos actos de la autoría del periodista y poeta Manuel María Pérez y Ramírez que reflejaba esta alianza. Hubo fuegos artificiales ante la iglesia de Dolores y la elevación de un globo:
En uno de los días de las fiestas Reales, se cantó por las calles y plazas de esta ciudad, á dúo, el siguiente
HIMNO EPITALÁMICO
LA PENÍNSULA LA ISLA DE CUBA
CORO
Llega, llega, CRISTINA adorada
Dó te llaman los goces de amor:
Ven á dar la ventura á FERNANDO,
Y al imperio feliz sucesión.
Hubo un carro triunfal costeado por los pardos —integrantes de diferentes gremios—, quienes habían preparado para el desfile canciones y música alusivas al día, un baile cerca del convento de San Francisco y en su Sala. En horas de la noche, saldrían los morenos y morenas, «bien adornados con música y cantarán varios versos dispuestos y ensayados por personas de buen gusto».
Herencia de las celebraciones callejeras: músicas, danzas y representaciones teatrales de aficionados —así surgiría el teatro de relaciones— en los años sesenta del siglo xix. Según el libro La perla de las Antillas. Un artista en Cuba, de Walter Goodman, las Fiestas de Mamarrachos santiagueros se celebraban los días de santa Ana, Santiago y santa Cristina, o sea, 25, 26 y 27 de julio. Poco después, se añadieron oficialmente los días de junio en celebración de san Juan y san Pedro, en que las congas y comparsas eran autorizadas a salir por primera vez «en procesión» de tambores y címbalos. Y a veces se concedía un día más en años posteriores, denominados como carnavales.
Tradición es siempre cultura que sobrevive a la modernidad y a cualquier aguacero, temporal o terremoto. El carnaval tiene su profunda raíz en las antiguas mojigangas llegadas a América con los conquistadores-colonizadores para extenderse por ella y adquirir la idosincrasia de cada región. En Cuba, el africano le otorgó su peculiaridad —sin desdeñar la teatralidad callejera y los comparseros—, aportó los instrumentos de percusión y la sensualidad en las danzas, propias del colorido caribeño. Así se convirtió en un componente trascendente de nuestra cubanía. Y así lo hemos expuesto recientemente en el libro De las mojigangas a los mamarrachos.