Un rostro se dibuja en una línea infinita sobre un fondo gestual cromático. Puede que el color se proyecte con una o dos mezclas puras, aludido en una casualidad vibrante tras asumir la riqueza semántica del signo sobre el cual dialoga. Entonces, el título recuerda un nombre conocido y comienza el proceso de interpretación.
El arte y la religión siempre han estado vinculados simbióticamente, de la misma manera que han condicionado la vida de todos los hombres. Por más de dos mil setecientos años, el panteón religioso y mitológico greco-romano fomentó una nueva cultura que transitó desde el paganismo refinado, conciliador e inclusivo, proscrito siglos después por el cristianismo primitivo y dogmático, hasta las más variadas multiplicaciones de santos de la iconografía católica, posterior.
Con los años, la vieja devoción expiró y su presencia se fue apagando para quedar como un mero recuerdo de un tiempo pasado, de fábulas, cuentos e historias maravillosas de héroes y dioses —algunos ingenuos frente a otros beligerantes—, llenas de moralejas, que cada niño veneró en el silencio de la noche sin importar cuál otra religión le imponían sus padres o la sociedad.
Pero ninguno de estos dioses iniciales murió. No se perdieron en el olvido ni la desmemoria, porque quedaron guardados en el ADN de los hombres y de la Historia. El Renacimiento los despertó de un breve letargo y, desde entonces, han sabido convivir inteligentemente entre los mortales y un sinnúmero de deidades contra las cuales no compiten, porque ya no es su tiempo ni pretenden demostrar nada: siguen siendo felices en la cumbre de su montaña olímpica, que para ellos permanece como la más alta del mundo.
Así lo recuerdan los cientos de obras maestras que aluden a su presencia. Así lo revelan las muchas reinterpretaciones que sobre ellos se han realizado, porque nunca desaparecieron. Y como son dioses, están ahí, del mismo modo que los africanos y los mesoamericanos, que se negaron a morir bajo la cruz de Dios. Ellos siguen presentes y, desde alguna parte, nos miran.
Para Giulio Gioia (Piacenza, 1945), un escultor apasionado, graduado de la Academia de Bellas Artes de Brera, regresar a la pintura no es un capricho o una simple casualidad; es una necesidad vital que se manifiesta de la manera más auténtica posible. Su obra no solo es recordada por sus bailarinas, en homenaje al Ballet Nacional de Cuba, o a sus exuberantes platos cerámicos, donde la fuerza del mar que salpica sobre el malecón se hace presente junto a los papalotes en el cielo. También lo son sus paisajes con viñas, sus campos de maíz o de trigo y sus constantes retratos experimentales sobre la mujer cubana, de las que emanan las primeras impresiones de su nueva serie.
Sus diosas son para él ese reencuentro con una historia ausente, pero no olvidada. Cada uno de estos rostros es el conector con una religión transculturada, que sigue viva y revitalizada por la limpieza del trazo, de una simple línea que bordea y contornea las figuras, y el atrevimiento de un color puro, a veces gestual, que interrumpe en el lienzo cuando no hace falta poner más. Son ellas la fuerza necesaria para narrar la historia, porque con su belleza cautivan, alegran y confortan en los días más terribles, como lo hizo Diana o Vesta; porque pueden ser temidas y determinantes como Belona o porque son la expresión más genuina de la inteligencia, el amor y la dulzura, como Minerva y Venus.
Su pintura es expresiva. Recuerdan el boceto de una escultura o el ensayo de aquellos dibujos eróticos de Matisse o los retratos intrépidos de Gauguin y Wesselmann. Es fuerte y potente, aun desde la limpieza de una línea que se esconde; a veces, bajo el color, con toda intención. Lleva la carga gestual que le imprime la inmediatez, la prontitud que lo obliga a terminar cada cuadro de una sentada, tras pocas acciones, porque no son pinturas para recrearse en el detalle sino en la fuerza de su viveza y su declaración.
Llegarán los días en que podamos admirar junto a estas, otras diosas que Giulio vinculará con la retrofotografía, en ese empeño de no cansarse de experimentar nuevas soluciones creativas. Para él lo simbólico deja de tener fuerza cuando se convierte en una secuencia repetitiva, porque pierde su naturaleza identificativa. Tal vez sea esa la mejor respuesta a cada una de sus incursiones como pintor, ceramista, joyero y escultor monumental porque, como a sus dioses, no lo olvida.