Cincuenta años sin el pintor cubano Víctor Manuel significa para los creadores y admiradores de las artes plásticas caribeñas, una etapa crucial para reverenciar su monumental obra y explotar todas las vías que posibiliten amplificar su vida, demostrarles a los pintores noveles cómo se forjó un verdadero artista y de qué manera— en el incesante trabajo— emergió un estilo que lo catapultó a la fama, nunca al revés.
La fecha del domingo 2 de febrero de 1969 marcó «el acceso a la vida inmortal de quien contribuyó como pionero juvenil tanto como en obra madura y hecha, al nacimiento y auge de la pintura moderna en Cuba», según afirmó nuestro Nicolás Guillén[1].
Víctor Manuel nació en La Habana el 31 de octubre de 1897 y aunque fue discípulo de Leopoldo Romañach, los biógrafos aseguran que desde el primer momento su pintura se alejó del academicismo del maestro, debido a las influencias vanguardistas que recibió durante su estancia en Francia en la llamada Escuela de París. Según la muy recordada escritora cubana Loló de la Torriente [2], el autor de Vida interior «no creía en nada ni en nadie y sólo su pintura lo comunicaba consigo mismo y con el arte».
Por su natural y original talento, Víctor Manuel expuso (y triunfó) con regularidad en la Asociación de Pintores y Escultores y en la Sociedad Lyceum de La Habana. Todos coinciden que sus primeras pinturas demuestran una tendencia a mezclar la escuela europea con un estilo primitivo y en los años 40 y 50 del pasado siglo, adoptó una mirada más estilizada que llegó a ser distintiva de su trabajo. Ahí están— y estarán para el asombro y estudio—, La gitana tropical, Paisaje gris, entre otras obras.
«Su figura fue siempre la de un hombre frágil, delgado y nervioso, joven pero ya marchito como si la gloria precoz lo hubiera envejecido. Tenía un rostro como de arcilla y una sonrisa, entre desdeñosa e irónica, tan insinuante que parecía insolente», así lo describió Loló de la Torriente en aquellos días de 1969 cuando su muerte “pintó” de negro todo el escenario artístico de Cuba e Hispanoamérica.
Y sumó la periodista otros datos que, nos revelan a un creador que espera paciente su fin natural:
«Su salud jamás lo preocupó. Parecía comprender que en realidad nunca el genio es más consciente que cuando pasan los años, persiste el oficio y el cuerpo se halla deteriorado. Entonces estamos próximos a nuestro auténtico yo (…) Víctor Manuel, en sus últimos años, aunque no lo viera todo ni pudiera contra la agresividad del óleo, lo sabía todo. Dudaba que la sobriedad y la disciplina, el descanso y el ejercicio, los tratamientos médicos, pudieran devolverle la energía y, bohemio como era, buscaba el placer en el vagabundeo de su destrozado corazón que palpitaba con febril impaciencia en el reducido marco de una plaza que era su jardín empedrado. Todo aquello era la fiebre de un pasado pero, ¿acaso si para otro cuerpo aquella era una fiebre alarmante, para el suyo, no podía resultar temperatura normal? Víctor Manuel se alimentaba de sí mismo, ese había sido su hábito. (…) La experiencia de la vida le había dado cierto sosiego y comprensión, para esperar sin espanto la muerte. Y, así, la esperó él.»
Correspondió al Poeta Nacional, hace 50 años, en doloroso resumen frente al cuerpo tendido «en la tierra que lo sostuvo amorosamente», sintetizar la vida de un genio como Víctor Manuel. Aquel domingo, expresó Guillén:
«Fue no sólo un gran dotado sino un trabajador consciente, un artista de rapidísima vibración espiritual. En su obra se aúnan el hallazgo plástico de lo criollo y nacional, y su expresión más exigente, en una síntesis de motivaciones y recursos que sólo a un creador poderoso le es dable ofrecer.»
[1] Víctor Manuel. Palabras en el cementerio por Nicolás Guillén. Revista Bohemia. Febrero de 1969, p 41.
[2] Página a Víctor Manuel por Loló de la Torriente. Revista Bohemia. Febrero de 1969, p 35.