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Un poquito de patria
10October
Artículos

Un poquito de patria

Tengo una amiga cubano-americana. Sé que ese término no define realmente nada. Tampoco me place escucharlo. Es una redundancia. Por peso geográfico, todos los nacidos en Cuba somos cubano-americanos, pero ese es el vocablo con el cual identificamos a aquellos que emigraron desde la Isla hacia Estados Unidos.

Resulta que mi amiga hace poco nos visitó. Ella no había caminado las calles de Bayamo. El propósito fue conocer la segunda villa fundada por los españoles. Ella nació cerca de aquí, en Niquero. Sin embargo, nunca había recorrido la ciudad Monumento Nacional.

De más está decir que quedó subyugada por la limpieza y la arquitectura de la urbe. Yo no soy bayamés, pero sí soy un hombre de fe en la cultura y, como gran amante de la ciudad, conozco en profundidad su historia. Por eso la conduje primeramente por las históricas plazas del Himno y de la Revolución, esta última bautizada así por Carlos Manuel de Céspedes. Debo confesar que la viajera, al bajarse del auto, sí preguntó dónde se comía y se bebía.

Indescriptibles son en el recuerdo los ojos y los gestos emocionados de mi amiga. Música celestial era en sus oídos mi voz, que le contaba en detalle interesantes anécdotas de los lugares. Los adoquines de la Plaza del Himno que circundan la Catedral brillaban en sus pupilas al compás de las notas gloriosas de nuestra marcha de guerra identitaria. Entonces recordé las tantas veces que he oído comentar a los visitantes la impresionante experiencia de escuchar y cantar el Himno Nacional en esta pequeña plaza. Es única e inolvidable. El antiguo Ayuntamiento de la primera ciudad libre del dominio español la estremeció, al igual que las estatuas del Padre de la Patria y del autor del Himno Nacional, a la sombra de las cuales se fotografió.

Después de almorzar, se llenó los sentidos con los colores de la bandera cubana más grande que había visto. Desplegado desde la segunda planta del edificio del Museo Provincial Manuel Muñoz Cedeño, el pabellón patrio irradiaba, con fuerza demoledora, su carga de simbolismo sobre nuestra tierra.

Luego de la emoción de las franjas, el triángulo y la estrella solitaria, era inevitable visitar la casa natal del Padre Fundador. Y allí, mi amiga volvió a emocionarse, y de qué manera: no podía creerlo, tantas veces la había visto en fotografías: la casa afuera y adentro, la espada ceremonial del presidente de la República en Armas. Su piel se erizaba ante los objetos personales de Ana de Quesada, aquella que fue amor y madre de uno de los hijos del padre de una nación.

Al finalizar el paseo visitamos el Museo de la Cera, único de su tipo en el país, y ella quedó encantada por la perfección artística, jerarquía y significación de las figuras allí representadas.

Debía marcharse. Le apremiaba el tiempo y la familia. Para mi amiga cubano-americana, la experiencia fue única. Me lo aseguró varias veces. Para mí también. Al despedirla, recordé el magnífico poema La tierra, de Carilda Oliver Labra, y sus versos vibraron en mi mente: «Cuando vino mi abuela / trajo un poco de tierra española. / Cuando se fue mi madre / llevó un poco de tierra cubana. / Yo no guardaré conmigo / ningún poco de patria: / la quiero toda / sobre mi tumba».