..«Bueno, Violeta Parra, me despido,
me voy a mis deberes /¿Y qué hora es?
La hora de cantar:
Canta, Canto, Cantemos…»
Pablo Neruda
En el lejano 1917 nació en Rusia una revolución que cambió el destino de la humanidad. Ese mismo año, el cuarto día del octubre definitivamente histórico, en Chile, bien al Sur de Nuestra América, nació Violeta Parra, madreparidora de coplas y tonadas, de óleos, tapices y bordados. Dulce vecina de la verde selva.
No olvidemos que allá, cerca del Cabo de los Hornos, encontramos la génesis del Nuevo Canto Latinoamericano. En ese nido primigenio de la renovación de la canción popular estuvo Violeta Parra en Chile, y, en Argentina, Atahualpa Yupanqui. Ambos constituyen los dos pilares fundamentales de un nuevo tipo de canción que, bebiendo de las tradiciones orales de sus antepasados, aportaron contenidos y formas novedosas con una mirada desprejuiciada y, por lo tanto, menos elitista.
La presidenta Michelle Bachelet, en su carta pública al país de mayo último, dio a conocer un proyecto para celebrar el centenario de la autora de «Gracias a la vida», canción paradigmática dentro del inmenso abanico del cancionero latinoamericano, himno de fe que hemos entonado más de cuatro generaciones de seres humanos en todo el planeta.
Mucho ha llovido desde que la niña de siete años le robó a su madre la llave para sacar de una gaveta la guitarra que su padre no le dejaba tocar. Por eso es muy difícil sintetizar en algunos párrafos el quehacer de una artista integral.
Compositora e intérprete, pintora, ceramista, bordadora, investigadora, poeta, Violeta es mucho más que la voz silvestre de una campesina rebelde. Es niebla de la cordillera y mar bravío.
Violeta conoció de la traición amorosa y de la pérdida de una de sus hijas. Vivió y sufrió los avatares del exilio y conoció la eterna angustia que engendra la impotencia de sentirse pobre y discriminada. No obstante y a pesar de su azarosa existencia —se quitó la vida con un disparo a los cincuenta años—, supo darle rostro y voz al pueblo chileno. Discrepo de los que aún la siguen llamando folclorista: una artista de su magnitud no admite calificativos.
Para mí es la síntesis perfecta de la identidad chilena. Es lamento y jardín, piedra volcánica y pueblo verdadero. Sacó a la luz el dolor cobrizo del charango y las quejas ocultas de la quena; pero Violeta es también la gaviota que circunda los puertos, la conjunción de la paloma que aletea contra los sinsabores de la miseria, a la par que celebra con la cueca el festín de las danzas fecundas.
Desafió sus raíces como la única manera de enraizarse y de multiplicarse mucho más a través de su quehacer transformador. Pionera de lo que después se denominaría promoción cultural, Violeta fue creadora de alquimias, gestora de poéticas múltiples. Subvirtió hábitos y costumbres, inauguró caminos y le abrió puertas a la tolerancia, a la hoy cacareada diversidad. Convirtió su vida en un divertido juego de sueños alucinantes.
Su carácter, a ratos iracundo, era fruto de su ternura lastimada. Por eso la acusaban de agresiva, pero cómo no serlo cuando se revelaba constantemente contra la frustración imperante en aquel Chile de los años cincuenta y sesenta. Su hermano, el imprescindible poeta Nicanor Parra, le dijo en una ocasión: «…y recuerda que eres un corderillo disfrazado de lobo».
Dos años antes de cumplir sus primeros cien años, Violeta vuelve a ser recordada en su tierra, y no es que Chile se haya olvidado de la cantora, pero en honor a la verdad no ha hecho todo lo que Violeta merece. Como sucede siempre, su nombre suena y su canto aflora cuando se acercan la fecha de su natalicio o la de su muerte. Maldito karma el de los grandes artistas.
En su creación musical se dan la mano lo humano y lo divino, lo picaresco con lo literalmente macabro. No puedo dejar de mencionar, por cierto, que musicalizó textos de poetas como Pablo Neruda, Gonzalo Rojas, y por supuesto, de su hermano, Nicanor Parra.
Lo que nunca he podido entender es cómo la misma mujer que compuso «Gracias a la vida», ese poema ecuménico, himno de fe que levanta al más pesimista, es la misma que concibió «Maldigo del alto cielo», justamente todo lo contrario, lo que pasa de castaño a oscuro y termina en la autodestrucción. Violeta Parra es todo Chile: una nación de contrastes.