Venía yo de Matanzas, la Atenas de Cuba —que el popular humorista cubano Antolín califica, no sin dolor, como «la pena de Cuba», haciendo evidente alusión al deplorable estado de su centro histórico y social—, situada apenas a treinta kilómetros de un destino turístico adonde viajan más de dos millones de visitantes de ya no se sabe bien cuántos países.
Alrededor del monumento a nuestro Apóstol se habían dado cita, por dieciocho años consecutivos, más de dos centenares de artistas de teatro callejero, convocados por el grupo Mirón Cubano, que lleva ya veinte lustros en las calles, brindando espectáculos reconocidos por su estética y audaz propuesta en buena parte de América y Europa.
Por la coincidencia de las sucesivas puestas de teatro a lo largo de cuatro días, el centro de la ciudad de Matanzas era un hervidero de cientos de personas, como debía ser en el centro de nuestros pueblos y ciudades y, sobre todo, los cercanos a los polos turísticos, ávidos de diversas propuestas artísticas y culturales. Basta mirar La Habana Vieja, y confirmarlo entonces en la otrora Atenas. En esta última, solo autorizados de manera excepcional por este evento, daba gusto ver los quioscos con suvenires y mesas con artistas que ofrecen fina artesanía, y hasta esculturas humanas en la Calle del Medio, o zanqueros que hacen la diferencia y diversión de cualquier ciudadano, como ya ocurre también en la Perla del Sur, y casi nunca en Varadero.
Todo para que se multipliquen nuestras capitales como centros de producción de espectáculos y servicios, caracterizados de manera diversa y partiendo de su propia idiosincrasia. Y no como pretenden ciertos guardianes escolásticos: que el cuidado del patrimonio sea para mantener ciudades funerarias o grises museos que en nada se parecen a las mejores propuestas del Consejo Nacional de Patrimonio, o a las que sostienen hoy las Oficinas del Historiador y/o Conservador en varias de las primeras villas fundadas.
No hablamos solo de la gesta de Eusebio Leal por La Habana, sino de lo que sucede ahora mismo en el bulevar de Baracoa, las mágicas tardes en la bella Trinidad, o la animación sin precedentes de la Noche Santiaguera. Nuestras ciudades muertas, como las paredes vacías, poco o nada tienen que decir a un país que aspira a varios millones de turistas, y cuya economía necesita a la industria sin humo como generadora de divisa líquida, fuente de empleo e imagen de un país que el Banco Mundial reconoce como el que mayor inversión ha hecho en la educación de sus ciudadanos.
Los planes inmediatos y proyectos futuros de un estratégico posicionamiento como la Zona de Desarrollo del Mariel y la Bahía de Nipe, o el imprescindible Plan de desarrollo integral de Guanahacabibes —por cada velero que entra a Varadero, calcule cinco o seis veces más los que atraviesan por el Golfo de México—, poco pueden hacer si no van acompañados de este necesario renacer de nuestros centros socioculturales.
Ese patrimonio material e inmaterial de lo cubano, multiplicado por la creatividad en nuestros pueblos y ciudades, es quizás nuestra mayor riqueza por explotar. Prueba de ello es el sistema de festivales artísticos y culturales del Ministerio de Cultura, que ha quedado reducido solo a treinta y uno de los considerados como eventos nacionales e internacionales, a pesar de su intensidad y posibilidades que no cesan el año entero, y es visto como un gasto limitado como política de Estado, y no como una necesaria inversión que atraiga un turismo mas complementario de los segmentos hoy recibidos.
Puede ser que pequemos de verdades absolutas. Ofrezco el beneficio de la duda, como el ciego sublime de Borges, y prefiero la posibilidad de estar equivocado. Mas no deja de sorprender que este país se proponga acercar el fin de la dualidad monetaria, como mismo acometer lo que a mi juicio significa un desarrollo intensivo de las zonas turísticas existentes, y el desarrollo de nuevas posibilidades adyacentes, y menosprecie el valor agregado del tesoro que hablamos.
Mariel significa adelantarnos de una vez, incluso, a la ampliación del Canal de Panamá para la entrada de los buques que hoy no pueden pasar por esa vía transoceánica. Lo mismo sería el hecho de ofrecer suficientes incentivos, facilidades de transportistas, o cualquier tipo de estímulos a los participantes de un Festival de Cine Latinoamericano que desborda las treinta y cinco ediciones, a un Festival Internacional de Jazz que deja sin aliento a los norteamericanos, a los Días de la Música que organiza Leo Brouwer, o las multitudes tomando la Feria Internacional del Libro en la Fortaleza de La Cabaña, o un Festival Internacional de Teatro que tuvo el mayor récord de participación de grupos extranjeros y prácticamente fue ignorado por las agencias de viaje.
Si se discutiese a camisa quitada la correlación que generan en verdad estas ferias y certámenes no solo a sus comités organizadores, y se confrontara por un monitoreo lo que ingresan las líneas aéreas, hoteles y hostales, ómnibus y taxis, y tiendas, restaurantes y cafeterías de cualquier tipo de propiedad, veríamos lo evidente: por algo Panamá, Jamaica y otros destinos de la región —léase Cancún, aunque no se quiera peor ejemplo de corte y pega— proclaman como súper objetivo ese turismo de feria y convenciones para incrementar visitantes.
Tan dicho está: lo que no se promueve no se vende, y hemos puesto en ello hasta resolución de Estado para limitar los festivales y eventos, toda una camisa de fuerza bajo el falso criterio del ahorro, como si ya no estuviese demostrada la necesidad de publicitar e invertir en imagen durante la historia humana. Ahí está la fabulosa campaña desarrollada por República Dominicana por años como destino en el Caribe.
Pocos estiman la defensa a ultranza que el Ministerio de Cultura y los gobiernos locales han sostenido de nuestras fiestas tradicionales, en estos tiempos difíciles, y algunos hasta sonríen con sorna por el interés que en los últimos tiempos ha demostrado el Ministerio del Turismo por las mismas. Por suerte, y no por desgracia, este sigue siendo un país donde se contabilizan más de trescientas fiestas tradicionales rescatadas después de 1959, porque para algo mayor se hizo una revolución cultural.
Y es que sigue sin ser objeto de promoción turística lo que más nos define como nación, y que en otras latitudes se utiliza como motivación de viajes. La inmensa mayoría de nuestros festejos populares, sean las Parrandas de Remedios o las de Camajuaní, las Charangas de Bejucal, las Fiestas de Majagua, el San Juan Camagüeyano, o las propias Romerías de Mayo, han podido sobrevivir gracias al cada vez más escaso diferencial de precio que colocan sobre la venta de cerveza y alimentos los gobiernos locales, la mayor parte de las veces sometidos a un implacable juicio crítico porque son «gastos superfluos» y una pachanga gratuita, para no mencionar los afanes por reducir el alcance del Carnaval de La Habana o el esplendoroso Carnaval de Santiago de Cuba, hoy Patrimonio de la Nación, porque para estos y otros festejos se dedicaban fondos desde los tiempos de súbditos de la corona española. Río de Janeiro es al tema tanto como lo que sucede en el Carnaval de La Habana, que ya no merece ni telenovela ni alguna consideración.
Y conste que casi no hablo de la espina que duele: el Festival Internacional del Cine Pobre de Gibara, pasado a frecuencia bianual y por poco extinto, en el momento exacto en que el Mintur dedicaba una mirada diferente y un plan estratégico a la Villa Blanca de los Cangrejos, y terminaba inaugurando el hermosísimo hotel Ordoño, la mayor utopía que el cineasta Humberto Solás anhelaba como villa para sus delegados.
Hay peores ejemplos: el demostrado como incosteable Festival Internacional de la Canción en Varadero, máxima prueba de esta falta de visión, error incalculable ahora que se necesita más que nunca repensar el continuo fomento de ferias y convenciones, festivales y eventos que distingan y caractericen, como lo demuestran la Feria Comercial de La Habana, este año con cifra récord de participantes; el Festival del Caribe, que es la mejor lección de todo lo que puede recrearse y restablecerse. Y cada una de las ediciones del Festival del Habano, para ni hablar de la Feria Internacional de Artesanía FIART, o de cada una de las ediciones de Arte en La Rampa.
¿Será tan difícil preguntarse el porqué más de cien artistas circenses son continuamente contratados en media Europa, y en su propio país no pueden apenas ensayar por falta de coliseos con esas condiciones, y tengan que viajar al exterior a ganarse el fruto de su sudor porque en los polos turísticos más importantes no se conciban la existencia de carpas, con atractivos números como el vuelo del pájaro, que es aplaudido en Mónaco, Madrid o Roma, mas nunca en la Playa Azul? Los avatares de la Carpa de la Egrem en Varadero, que finalmente tuvo que ser desmantelada, son para un libro de aventuras y desventuras que no está escrito por ética de sus participantes.
Nadie sabe bien cuánto hemos dejado de ingresar al no saber invertir en este mercado del espectáculo que bien nos caracteriza, y que llega desde la piratería de nuestro audiovisual y la incapacidad probada de no producir siquiera telenovelas, hasta un teatro musical que alguna vez fue sabia y fermento de nuestra cultura, y hoy pena por su ausencia, mientras en la otra orilla es industria de ocio y ganancias.
La subestimación de nuestra música en toda su plenitud, que debía ser lo primero y lo último al entrar y salir desde las terminales de aeropuertos hasta las zonas turísticas; el desconocer la fuerza de un movimiento sin igual en las artes plásticas como da fe de ello la Bienal de La Habana, y de un movimiento de artes escénicas que no tiene segundo de nadie, con una red de teatros y eventos que apenas se comercializan, así como el desdén por iniciativas como el gustado evento Baile en Cuba y el Festival Habanarte, son algunas manifestaciones de esta relación cultura-turismo que no acaba de ofrecer al país el necesario crecimiento de turistas y las utilidades que de ello se derivarían.
Hay una anécdota que gusta contar nuestro primer turoperador italiano, Vando Martinelli, después del trascendente discurso de Fidel Castro en la inauguración del hotel Playa Pesquero, el de mayor capacidad de habitaciones en aquel entonces, donde están citados todos los elementos culturales y artísticos de Holguín que enriquecen aquel producto.
Vando fue el encargado de pedir un deseo en el brindis, y alzó la copa por la idea de buscar el turista de los tres millones, cuando el Ministerio de Turismo hacia la campaña por el primer millón. De más está contar la cara de algunos que no entendían, y que aún hoy no entienden, que es tiempo de subir la varilla y de intentar otro salto que no sea solo el seguir invirtiendo en construcciones hoteleras.
Nuestro patrimonio tangible e intangible en el arte y la cultura sigue siendo aún una posibilidad por explotar, indispensable para una más auténtica Cuba, que debía poner alfombra roja a la sinergia que aún puede seguir propiciando a nuestra economía de servicios este sistema de festivales y eventos culturales sin igual, al que prácticamente sigue de espaldas nuestra industria sin humo.