Cuando llegas a Curitiba, capital del Estado de Paraná, la visita al Museo Oscar Niemeyer es una de las primeras invitaciones de quienes habitan la ciudad. Además de ser una edificación impresionante y singular, lleva el nombre del arquitecto que diseñó Brasilia y otros edificios íconos no solo en el país.
En la edificación se percibe una arquitectura destinada al arte, conformada por dos edificios de treinta y cinco mil metros cuadrados, de los cuales diecinueve mil están destinados a áreas de exposiciones. El primero fue proyectado en 1967 y concebido como instituto de educación; años después, al ser adaptado en la nueva función de museo, Niemeyer le imprime su sello personal y construye un nuevo edificio anexo con forma de ojo que denota su pasión por las curvas. En la ciudad se le conoce como Museo del Ojo, al cual asignan varias lecturas que van desde entender la forma como una imitación a la araucaria o pino de Paraná —árbol identitario del Estado— o como el arco que describe la bailarina entre sus manos, imagen que aparece en el muro inferior. También es el ojo que observa la ciudad donde cada habitante puede ser protagonista. Como elemento artístico tiene la capacidad de resignificarse a partir de las miradas personales que van siempre más allá de la intención del propio creador.
Oscar Niemeyer nace en Rio de Janeiro en 1907 y muere en 2012. Es considerado uno de los artistas más influyentes de la arquitectura moderna internacional, capaz de encontrar en el hormigón armado una inagotable gama de posibilidades que convertiría en arte y que constituyeron su legado. Eran las curvas el elemento de su fascinación y la clave de sus obras y diseños, donde todo proyectaba movimiento como resistencia feroz a la dureza inamovible que nos transmite siempre el cemento y el acero: «No es el ángulo recto lo que me atrae, ni la línea recta, dura, inflexible, creada por el hombre. Lo que me atrae es la curva libre y sensual, la curva que encuentro en las montañas de mi país, en el curso sinuoso de sus ríos, en las olas del mar, en el cuerpo de la mujer preferida. De curvas se hizo todo el universo, el universo curvo de Einstein».
Desde ese pensamiento creativo y dinámico nacen sus obras. Así nos llegan hasta trascenderlo en el tiempo como testigos de su paso por la vida. Destacan entre ellas la ciudad de Brasilia como nueva capital del país; el Museo de Arte Contemporáneo de Niterói, que realizara a sus 100 años de edad y que consta de un edificio de dieciséis metros de alto y una cúpula con un diámetro de cincuenta; la Catedral Metropolitana de Brasilia, terminada en 1970, conformada por una enorme estructura asimétrica que culmina con un techo de vidrio que nos invita a mirar el universo; el Congreso Nacional —obra inaugurada en 1960, sede del poder legislativo federal, que marcó la transferencia de la capital a Brasilia—, compuesta por dos semiesferas junto a dos torres de oficinas; el Palacio Planalto, sede del poder ejecutivo del Gobierno Federal, cuya construcción comenzó en 1958 y que consta de cuatro pisos con una superficie de 36 000 metros cuadrados; y la sede de la ONU en Nueva York, que realizara en 1952 como parte de un afamado grupo de arquitectos.
Niemeyer buscaba incansablemente transmitir con sus obras una imagen de modernidad. Hasta las más sólidas estructuras sucumbían ante el uso de líneas y ondas que finalmente transmitían sinuosos movimientos: «Esta es la arquitectura que hago, buscando nuevas formas, diferentes. La sorpresa es clave en todo arte. La capacidad artística del hormigón armado es tan fantástica… es el camino a seguir. Las curvas son la esencia de mi trabajo, ya que son la esencia de Brasil, puro y simple. Soy brasileño antes que arquitecto. No puedo separar ambos aspectos».
El Museo Oscar Niemeyer es una invitación constante al encuentro con la cultura. En sus espacios permanecen expuestos los más diversos elementos de las artes visuales, el diseño y la arquitectura. En una de sus salas habita, hasta abril, la exposición Génesis, de Sebastián Salgado, fotógrafo brasileño contemporáneo que ostenta, desde 1998, el Premio Príncipe de Asturias de las Artes.
La muestra, conformada por 245 imágenes de gran formato que privilegian la fotografía en blanco y negro, es el resultado de ocho años de trabajo en los que el artista captó la naturaleza de cinco regiones del mundo. Es, en esencia, un llamado a la preservación de la naturaleza poniendo acento en el ser humano.
Las imágenes te llevan a montañas, desiertos, valles, ambientes soleados o tapizados por la nieve; animales diversos que son captados en las más disímiles relaciones entre ellos; la dureza de los climas, la hostilidad de la naturaleza y, de alguna manera, la resistencia de pueblos enteros que sobreviven al frío más intenso, a la selva más tupida, al desierto más sombrío. El ser va ganando espacio y se devela en las más logradas imágenes, hasta convertirse en protagónico.
Estas fotografías mezclan elementos que ofrecen discursos plurales. El cuerpo es también una herramienta expresiva: semidesnudos, cuidadosamente ataviados, pintados, dibujados hasta lograr perderse dentro de la naturaleza misma.
Nos llevan las fotografías a lugares donde pareciera que la vida no es posible, a grupos originarios que parecen como detenidos en el tiempo, pero que nos revelan su cotidianidad, impactan la nuestra, que pareciera atravesada, inevitablemente, por la tecnología hasta en las acciones más íntimas y habituales.
Aparecen los cuerpos de hombres y mujeres en una dimensión simbólica, presentando los ritos que sobreviven a los años de «civilización», sobre todo desde esta perspectiva occidental de civilización en la que «lo otro» se asemeja a los orígenes de la especie humana y desde donde retumban las retóricas preguntas de los asombros: «¿Es posible esta realidad paralela a la nuestra, en el siglo xxi?, ¿podría llamarse a esto cultura de la resistencia, preservación de las identidades?».
Las imágenes nos traen sus cotidianos de vida para significar, en las sociedades mostradas, los diversos modos de la dominación masculina, la cultura falocéntrica presentada mediante rudimentarios atuendos fálicos que varían denotando jerarquías dentro de los grupos. Los roles marcadamente generizados donde las mujeres y adolescentes «desfiguran» partes de su cuerpo para dotarlas de belleza en la preparación para atraer al esposo: la mujer expuesta a la elección masculina, desprovista de todo poder, y un concepto de belleza que juega con nuestros cánones y los desmonta.
En el centro de todo, la humanidad diversa y desigual, coexistiendo con un mundo animal y vegetal, insospechado para quienes solo han tenido la visión de sus límites sociogeográficos. Entre ellos yo, ahora más cerca de otras realidades a través de una lente sensible a lo que somos, una pequeña parte del todo universal.