Hacía rato no se veía tal muchedumbre en el Edificio de Arte Cubano del Museo Nacional de Bellas Artes. El sospechoso de convocar la revuelta se nombra Eduardo Roca Salazar, tiene un alias que remite a la gastronomía, pero dicen —lo creo— que es un tipo campechano de sonrisa amplia que se veía más alegre que nunca por inaugurar, en la Sala Transitoria de ese palacio del arte cubano, con su muestra Choco con los pies en la tierra, el espacio que se ganó por haber alcanzado en el 2017 el Premio Nacional de Artes Plásticas.
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Tengo en mis manos el catálogo. En él, y con título A Choco, mi hermano, me encuentro un texto de otro individuo que se las trae: Eusebio Leal Spengler, quien nos recuerda que «Choco ha marcado una impronta en el arte cubano, aunque con modestia le escuché decir una vez que era tan solo una huella. Expresión auténtica, fuerte y desgarradora donde palpitan su carácter viril, sus propias iluminaciones, sueños y temores… De todo ello surgen como una llama inagotable sus grabados y pinturas, donde el color está subordinado a un trazo firme que, más que detenerse en el detalle, deja por ende en vilo a quienes nos detenemos a contemplar su arte».
Si el párrafo anterior no le pareciera prueba suficiente para condenarlo a la eternidad, sepa que la exposición, con curaduría de Laura Arañó Arencibia, museografía de Gloria García y la propia Laura, producción de Habana Estampa y montaje de una pandilla de siete cómplices, contiene un total de trece obras —vaya numerito—, la primera de 1999 y las demás del presente siglo, con énfasis en las producidas en 2018. Ello demuestra que Choco, reincidente que es, no para de hacer lo que hace.
Allí estaban, para juzgar sus fechorías, Alpidio Alonso, ministro de Cultura; Abel Acosta y Kenelma Carvajal, viceministros; Norma Rodríguez Derivet, presidenta del Consejo Nacional de las Artes Plásticas; Lesbia Vent Dumois, presidenta de la Asociación de Artes Plásticas de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba; Nereyda López Labrada, secretaria general del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Cultura; y Jorge Fernández Torres, director del Museo Nacional de Bellas Artes. Ellos no pudieron menos que sumarse al escándalo público —nunca antes acaeció algo parecido en tan sagrado recinto— que significó la mención del seudónimo Choco: aquello era un estadio de pelota con el graderío aclamando al ídolo.
La presentación del fajo acusatorio estuvo a cargo de Rodríguez Derivet, quien argumentó: «Este gran artista no necesita presentación, las muestras de ustedes —claro que alegaba al coro multitudinario— son más que evidentes. Sobre él y su obra han disertado algunos de nuestros más grandes escritores, todos dueños de la palabra, desde Abel Prieto y Eusebio Leal hasta el gran Eliseo Diego. Decía este último: “Chocolate es muy joven, cómo si no íbamos a llamarlo así, unos como hijo, otros como hermano, con ese simpático nombre que alude a una de las más espléndidas riquezas americanas, cuyo color, y en él la esencia del fruto, también se ajusta a su persona. Eduardo Roca, Chocolate, ha dejado de prometer para ser un pintor de pies a cabeza, pero aunque tiene los pies bien puestos en la tierra, en su tierra, y la cabeza alta y clara, es del corazón de donde le brota su pintura…”».
El tal Chocolate no ha tenido reparos en robarse el corazón de la gente y hasta de críticos que lo persiguen en países como Francia, España, Estados Unidos, Alemania, México, Japón, Argentina, República Dominicana, Puerto Rico, Italia y Colombia.
«Aun cuando su trabajo se encuentra en una vorágine de experimentación —aquí aporta lo suyo la curadora—, la necesidad de reescribir su entorno no abandona sus preocupaciones artísticas. Justo allí donde está el último de la cola o el equilibrista nace esa mirada pícara, extrovertida, esa esencia fundamental que lo caracteriza. Su pintura es una poesía del hombre, un canto que recorre a dos tiempos las preocupaciones más íntimas y la vida diaria».
Si no le basta este expediente —¡hasta en la cola, señor!—, sepa que en los disturbios ocasionados por este negro bonachón que puso sus pies sobre la tierra allá por 1949, entre los primeros de la que se armó por ver lo que se traía entre manos se encontraba un gentío de probada calaña: el también Premio Nacional de la Plástica José Villa Soberón y sus colegas Diana Balboa, Ernesto García Peña, Alberto Lescay, Alex Castro, Juan Moreira y Alicia Leal; Jorge Alfonso García, más conocido por Chicho, director de la Bienal de La Habana; el Premio Nacional de la Música Roberto Valera, quien se hizo acompañar de una banda integrada por Javier Zalba, César López, Tony Ávila y Enriquito Núñez; el diseñador Santos Toledo; ese otro que no se pierde un crimen a pesar de sus 78 años: el Premio Nacional de Literatura Reynaldo González… y hasta me pareció ver —créanme si les da la gana— al gato de una vecina.
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