Por Estrella Díaz
El maestro Manuel Mendive Hoyos —Premio Nacional de Artes Plásticas 2001— ha construido su propio mundo, tanto espiritual como físico: vive acompañado y resguardado por las divinidades ancestrales y por los mitos que acunan los yorubas. Su finca Manto Blanco, en la loma de La Peregrina, en las afueras de La Habana, es un espacio que parece estar en otra dimensión. Allí este artista crea y sueña una sólida obra que, desde mediados de los años setenta, se enfocó en una visión profunda y ancestral de las religiones de origen africano.
La entrevista que reproducimos es inédita. En ella nuestros lectores encontrarán a un Mendive visto por sí mismo, quien asegura que su comida favorita es «la harina de maíz acompañada de ñame».
¿Por qué Manto Blanco?
Nací en Luyanó, en 1944, en una casa de madera, en los bajos de Arango número 60, entre Fomento y Ensenada, el viernes 15 de diciembre, muy cerca de las doce de la noche. Es un sitio rodeado de humo, y yo siempre me he sentido muy apegado a la naturaleza, a la tierra, a los animales. Allí nací, pero aquí renací.
Amo profundamente la naturaleza. Nuestro globo terráqueo es maravilloso. Tuve la gran suerte de encontrar un espacio fuera de La Habana: primero me fui al Cotorro y luego vine para acá. Y aunque estoy apartado, nunca estoy solo.
Según ha dicho, su abuelo lo introdujo en el conocimiento de la religión yoruba, de la que es practicante. ¿Cómo evoca esos orígenes?
Hay cosas que han dicho y publicado que no están bien. Mi abuelo no me inició en ninguna religión, porque además no lo conocí. Que simbólicamente —de manera muy abstracta— haya influido en mi creatividad, en mi amor por la música, sí, pero en la religión no. Mi abuelo tocaba guitarra, cantaba. Además, hacía esculturas en madera que eran muy primarias, pero muy gestuales. Era maestro de obra, y laboró colocando la estatua de Antonio Maceo en el parque que lleva su nombre. Fue lo último que realizó, porque tuvo un accidente y no pudo trabajar más.
¿Es la religión yoruba pilar y cimiente de su obra?
Pilar mío es la religión yoruba, pilar mío es la fe, pilar mío es la mística, pilar mío es la verdad y pilar mío es, también, la bondad y la dulzura, e igual la angustia y la tierra y la vida.
En 1955, con apenas once años de edad, ganó un premio en el Concurso Internacional de Pintura Infantil organizado por la Unesco y la Sociedad Morinaga, de Exaltación a la Madre, en Tokio, Japón. ¿Cómo recuerda aquel instante y con qué obra participó?
La obra se llamaba Mamá. Pinté mi casa, yo en primer plano y mi madre cocinando en un segundo plano, la cocina detrás. Cuando supe la noticia sentí una gran alegría, porque con tan poca edad recibir un premio fuera de Cuba fue algo muy hermoso y estimulante. Y después, toda la repercusión que le dieron. Recuerdo que hicieron una actividad muy linda en el Museo Nacional de Bellas Artes, que fue la institución que me lo entregó, y participó el entonces embajador de Japón en La Habana.
¿Ya estaba tomada la decisión de dedicarse al arte?
Esa decisión estaba tomada desde que nací, pero a veces uno se propone una cosa y sale otra. Lo que sí es cierto es que me estimuló a continuar pintando.
Se gradúa en la especialidad de Pintura y Escultura de la Academia de Artes de San Alejandro en 1963. ¿Para qué le ha servido la Academia?
Me dio todas las herramientas que necesita un artista. Me dio en principio las bases, los conocimientos. Agradezco mucho todo lo que me aportaron los excelentes profesores que tuve; gracias a ellos puedo hacer lo que hago. Recuerdo con especial cariño a Fausto Ramos, Silvia Fernández, Florencio Gelabert, Felipe Lorenz y Escobedo.
En el Salón Nacional de Dibujo de La Habana de 1967 obtuvo un reconocimiento. ¿Qué importancia tuvieron esos eventos?
Tuvieron una gran importancia, sobre todo para los jóvenes. Fue el vehículo para expresarse y que la gente te conociera, que los maestros vieran el resultado de sus esfuerzos, y se valorara la intención que uno tenía. Era una manera de juzgar si eras bueno o no. Participé en muchos salones: de pintura, de escultura, de dibujo…
En 1968, obtuvo el premio colectivo Adam Montparnasse a la joven pintura en el prestigioso Salón de Mayo. ¿Qué significó ese reconocimiento?
La beca de Montparnasse fue maravillosa, aunque en mi país me obviaron. En aquel momento tenía unos veintitrés años, y fue otro importante peldaño en mi carrera: los aplausos ayudan y los buenos ojos también. El estímulo es importante y, lamentablemente, no todo el mundo estimula ni sabe hacerlo.
Ha participado en varias ediciones de las Bienales de La Habana. En la primera, en 1984, recibió el Premio Espacio Latinoamericano por una acción plástica…
Gracias a ese premio fui a París a hacer una exposición. Recuerdo que fue un performance: cuerpos pintados de bailarines del Conjunto Folklórico Nacional y el maestro Lázaro Ros cantando. Muy interesante: los bailarines iban llenando el espacio, llevaban las obras, se construía la instalación, ejecutaban sus movimientos y, luego, iban retirándolo todo. Al final quedaba el espacio vacío tal cual comenzó.
Siempre estuve muy vinculado con el Folklórico, con el Ballet, con la Compañía de Danza Contemporánea, porque disfruto mucho la música, la danza, el arte en general.
Se ha dicho que su cosmogonía es mágico-religiosa. ¿Está de acuerdo con esa definición?
Puede ser mágica, puede ser religiosa, puede ser mística: todo puede estar. Nunca digo mentira: siempre digo la verdad, lo que siento.
¿Hay símbolos ocultos en su obra?
Sí, casi siempre, pero prefiero que la gente los descubra con el tiempo.
Hay artistas que consideran que hacer bocetos es indispensable, y otros que es una pérdida de tiempo. ¿Usted los hace?
Siempre estoy dibujando. Vamos a llamarle a eso bocetos.Son ideas que van surgiendo, pequeñas fugas que pueden hacerse en servilletas, pequeñas tablitas… Todo eso te sirve posteriormente para incorporarlo a la obra.
Trabaja los más variados soportes, desde el tronco de una palma, los poros de un lienzo o una cartulina. ¿Es una necesidad o exigencia creativa acaso? ¿Por qué va de un soporte a otro?
Porque la obra lo pide y porque lo deseo. Me gusta mucho variar el soporte y, si se pudiera hacer, un día me gustaría pintar en el aire o con humo. Es una manera de aprovechar este espacio: la vida.
Usted es el artista que con mayor éxito y recurrencia ha explotado, en el contexto cubano, el llamado body art, esa antiquísima tradición de la danza y el maquillaje corporal. ¿Por qué el cuerpo como soporte?
La piel es hermosa, tiene una textura bellísima. Siempre me interesó pintar la piel. No es nada nuevo, en las culturas antiguas la piel se usaba. Yo quería hacer eso, pero de otra manera, y que mis obras y mi imaginería emergiera del cuerpo de un ser humano. En otras palabras, crear otro ser.
Algo hermoso, pero ¿no es un arte poco perdurable?
Sí, es efímero, pero todo es efímero: la vida, los pensamientos… Al final lo que queda es el recuerdo… si es que puedes recordar.
Y cuando se enfrenta a la piel, ¿cómo estructura la idea de un determinado performance?
En la piel es otra cosa. Hay que ver el cuerpo, este es el que te motiva, y las características de esa anatomía te llevan a insinuar imágenes. Quizás sea la propia energía del cuerpo humano la que te va guiando. Todos los cuerpos son diferentes, y todos tienen una energía diferente. Y una fuerza. Escojo los cuerpos, no todos tienen que ser esbeltos, puede haber gente gruesa, gente más joven, gente más vieja. Dondequiera hay belleza.
Sus performances siempre han tenido un gran impacto fuera de las galerías, y se han dirigido al medio social, a la interacción con diversos públicos. Ha logrado articular un discurso artístico con la participación popular. ¿Se lo ha propuesto así?
Siempre ha sido ese el objetivo, y no solo con el performance, sino hasta cuando hago un dibujo. Me interesa que el público entienda lo que estoy diciendo, es decir, conversando. Pintar es eso: decir cosas y también sentirlas y transmitirlas. Me entusiasma el espectador simple, el que no conoce de arte, pero se estremece. Puede que no conozca la obra de Picasso, y, sin embargo, le gusta la obra de Mendive: ¡eso es mágico!
Fernando Ortiz acuñó la sentencia de que Cuba es un ajiaco. ¿Hasta qué punto hay algo de Don Fernando en su quehacer? ¿Estudia su obra?
Él es el maestro, el hombre que lo descubrió todo. Lo he leído, lo he estudiado, lo admiro y lo respeto.
También he estudiado a otros: tomo de todos, los escucho, elaboro, y eso me ayuda también a seguir meditando. Hubo una época en que iba mucho a la Academia de Ciencias y tuve la gran suerte de conocer a estudiosos como Issac Barrial, Argeliers León, Miguel Barnet, Rogelio Martínez Furé… Todos me enseñaron mucho, y yo traté de aprender y asimilar al máximo.
Ha estado de visita en países del continente africano. ¿Sintió allí, como hijo de Obbatalá que es, alguna diferencia con Cuba?
Claro que hay diferencias, pero la esencia es la misma, el sentimiento es el mismo. Lo que más me interesa es la relación entre el cuerpo, la piel, el color, la vegetación, los animales, los conceptos, la poesía… Todo se mezcla y todo eso aparece aquí también.
Nunca me siento extraño en ningún país. Jamás me he sentido extranjero en ningún sitio, porque creo que todo el mundo me entiende: cuando estuve en Rusia fue así, al igual que cuando anduve por África o por Japón o Egipto o Francia o Italia o Estados Unidos. Creo que tengo el don de la comunicación, y quiero mejorarlo cada vez más a partir del estudio y del talento, si es que lo tengo.
¿Cuál es la obra que no ha realizado y sueña?
¡Tantas!: seguir pintando, aunque no te puedo decir el tema. Decir la verdad me interesa siempre. No me quiero engañar ni engañar a la gente. Plasmo la verdad diciendo lo que siento y lo que veo, lo que soñé, lo que deseo soñar mañana, lo que no puedo soñar. Eso: decirlo todo.
La crítica especializada asegura que es «uno de los artistas plásticos contemporáneos más prestigiosos a nivel nacional e internacional que ha dado Cuba». ¿Lo asume como responsabilidad? ¿Cuánto pesa esa carga?
La responsabilidad está en hacer una obra buena, una obra digna y valerosa para mí y para la gente que está en casa y la que está fuera de ella. No es una carga tener esa responsabilidad; por el contrario: es una alegría que todo el mundo sepa que uno no está por gusto. Está porque tiene que decir cosas, porque tiene que hacer.
Cuando está fuera de la Isla, ¿qué es lo que más extraña?
El sonido del cantío del gallo, el ladrido de mis perros, el trinar del sinsonte, el vuelo del colibrí, las palmeras, la vegetación en general, y, sobre todo, la gente buena. Todo eso lo extraño, porque me siento atado a esta isla, a mi isla.
¿Qué es entonces Cuba para usted?
La tierra donde nací, mi paisaje, mi luz.