Una ola aparece en el espacio, como movida por el mal tiempo, abalanzada sobre el espectador que sin miedo se dispone a recorrerla. Así comienza el juego, con la alusión a ese instante decisivo que tanto enfatizó Henri Cartier-Bresson, con la idea de atrapar un sueño.
La ola de Rachel Valdés se crece como un dibujo en el aire, en el espacio donde se erige como pieza que connota por su propio dinamismo. Y aunque es una cita, si se quiere, de la famosa Gran ola de Kanagawa, de Katsushika Hokusai, sus múltiples facetas de policarbonato blanco, suspendidas por finísimos hilos de cobre, demarcan la ruptura en contraposición con la unidad que ella misma encierra. Es un entramado de piezas bajo una estructura de acero que dialoga con el espectador desde una posición dominante, como lo es la fuerza de la naturaleza en la vida.
Rachel no siente temor al remedo, cuando este discursa desde una posición completamente diferente. No solo en lo formal sino en la idea que se desplaza bajo la efectividad de esta pieza. No es una obra para percibirse fríamente, sin antes comprometerte a recorrerla y sentirla desde adentro porque, a diferencia de piezas anteriores, La ola captura ese momento que la hace magnífica, que transmite una apariencia de congelamiento por el uso de los materiales. Pero también se desmarca, por su movimiento, de otras incursiones realizadas por la artista. Tal vez, con esta, busca establecer un nuevo tipo de relación visual y de interactividad con el público, de oscilación congelada en el tiempo, para así regresar a Bressón: «se trata, entonces, de poner la cabeza, el ojo y el corazón en el mismo momento en el que se desarrolla el clímax de una acción».
Su eficacia provoca una inquietud, un desasosiego no apto para aquellos temerosos de una obra monumental; su dimensión impresiona: ocho metros de ancho por cuatro de alto. Recuerdo ahora las obras Tilted Arc y Snake de Richard Serra, tan cercanas a esta pieza. En ambas, la filosofía del minimalismo entremezclada con el Land art y la posibilidad o la similitud con otras de Zaha Hadid. Al igual que ellos, Rachel Valdés diseña sus obras como una gran ilustración, porque su inspiración procede de la efectividad del suprematismo de la forma y el color, junto al empleo inquieto y dinámico del espacio, que la convierten en una artista sumamente singular pues, lejos de abrumar, las medidas de sus esculturas incitan al espectador a olvidar su rol pasivo y lo obligan a tocarlas y pasear entre ellas.