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Tres tiempos con Omara Portuondo
29October
Artículos

Tres tiempos con Omara Portuondo

Ella es la hija de Bartolo, uno de los jugadores de béisbol más famosos de La Habana de las primeras décadas del siglo pasado, un negro alto y fornido, tremendo bateador, y de una mujer de piel muy clara, de una familia de ascendencia española, que escandalizó a muchos por su relación sentimental con el deportista. Eran tiempos de una sociedad profundamente dividida y excluyente. Pero el amor de la pareja pudo más, y con las hijas, Haydée y Omara, transmitieron una sensibilidad especial, un amor por las esencias de la isla antillana, por ser auténticas ellas mismas.

De ahí que lo que define con mayor nitidez a Omara Portuondo es su cubanía. Una cubanía que no implica aislamiento, sino asimilación y apertura desde y hacia cauces universales.

Una prueba de ello está en los días de juventud de la cantante, cuando se acercó a la música popular norteamericana, particularmente al blues y el jazz. Lo hacía junto a los llamados muchachos del filin -José Antonio Méndez, César Portillo de la Luz, Angelito Díaz, el Niño Rivera…-, con los bailadores del barrio habanero de Santa Amalia, con muchachitas como ella -Elena Burke y Vilma Valle- que luego también serían voces privilegiadas de la canción cubana.

Un día se presentó en la emisora Mil Diez, y como al locutor le pareció muy señorial su nombre, la anunció como Omara Brown, la Novia del Filin. Lo de Brown pasó al olvido, lo de la Novia del Filin no. Ese apelativo revivió muchos años después, ya convertida en una diva de alcance internacional. A fin de cuentas, importante resulta su vinculación al filin, zona de la canción cubana surgida a fines de la década de los cuarenta del siglo pasado y que resume uno de los puntos de contacto más fecundos y permanentes entre las músicas de Cuba y Estados Unidos.

No todo fue fácil para Omara. Fue llamada a integrar el cuarteto de Orlando de la Rosa en los primeros años cincuenta, giró por Estados Unidos y Canadá, y al regreso quedó fuera de esa nómina. Fue entonces cuando junto a su hermana Haydée y Elena, orientadas por el productor de televisión Amaury Pérez, van en busca de Aida Diestro, una fenomenal repertorista y arreglista vocal, quien ya estaba al habla con Moraima Secada. Nació el cuarteto Las D’Aida, y Omara dio un salto de calidad.

II

Aunque su carrera como solista comenzó en 1967, Omara grabó en 1958 un disco que luego recuperó su talante iniciático: Magia negra, registrado en los estudios de Radio Progreso con el acompañamiento musical de la Orquesta de Julio Gutiérrez y bajo la producción del sello Velvert; allí recogió una variedad de temas de autores cubanos y algunas versiones de standards del jazz norteamericano como Caravan, de Juan Tizol, y That Old Black Magic, de Harold Arlen y Johnny Mercer. 

De compositores de la Isla aparecen Noche cubana, de Portillo de la Luz; Andalucía, de Ernesto Lecuona; No puedo ser feliz, de Adolfo Guzmán; y No hagas caso, de Marta Valdés.

Al presentar la nueva versión del álbum en 2016, el poeta Miguel Barnet dijo: «Magia negra colocó a Omara en el cenit del mundo del disco. Y cumplimentó su antojo de mostrar la versatilidad de su arte. Entró, pues, por la puerta grande. Desde entonces he admirado a esa Omara lozana y atrevida, capaz de arriesgarse a emular con timbres sonoros diversos y complejos en los que ella ha sabido desplegar su inmenso talento musical».

La Omara cancionera convenció definitivamente a los cubanos, con sus boleros y canciones de todos los estilos. Es capaz de ser la voz de la Nueva Trova con su imbatible versión de La era está pariendo un corazón, de poner sentimiento a una muy singular Gracias a la vida, de Violeta Parra, y de reventar el son más sabroso, improvisarlo y gozarlo con todo el público. 

Es también la Omara dúctil que se amolda a cualquier voz o instrumento. Ahí están sus dúos memorables con el pianista Chucho Valdés, el tresero Pancho Amat, la cantante brasileña María Bethania, la mexicana Natalia Lafourcade y la joven cubana Haydée Milanés. 

III

Claro que sí, no falta la Omara de Buenavista Social Club. Fue Juan de Marcos González, director de Sierra Maestra, quien reclutó el talento de Buenavista… y lo puso en las manos de Ry Cooder, guitarrista y compositor de obra apreciable —recuérdese su paso por la formación Captain Beefheart, su colaboración con The Rolling Stones y la creación de bandas sonoras para el cine—, y experto, eso sí, en buscar en el tercer mundo lo que el primero necesita. Así lo ha estado haciendo desde los setenta, cuando sumó al hawaiano Gabby Pahummi y al indio V. M. Bhatta a grabaciones suyas, y ya se sabe lo que significó en su carrera la experiencia de Talking Timbuktu, que hizo famoso al guitarrista maliense Alí Farka Touré.

Los viejitos más conspicuos de la fórmula inicial no eran músicos ignorados ni venidos a menos en Cuba. Ya habían registrado sus nombres en la historia musical de la Isla: Compay Segundo en Los Compadres -y con nuevos aires a partir de sus temas cantados por Pablo Milanés, Sara González y Moncada y sus presentaciones especiales en la Smithsonian Institution, adonde lo llevó Danilo Orozco, y en el Primer Encuentro del Son y el Flamenco, en Sevilla, por solicitud de Alicia Perea-, Rubén González en la Orquesta Jorrín, Ibrahim Ferrer en Chepín-Chovén y Los Bocucos, Eliades Ochoa en el Cuarteto Patria, y Omara, como ya hemos visto, en Las D’Aida y en su condición de solista. 

Les hacía falta mayor resonancia internacional, y esa es la que trabajaron muy bien Cooder -al margen de la guitarrita hawaiana exótica y molesta del primer disco y la intromisión de su hijo percusionista-, el sello World Circuit y el cineasta Win Wenders, aprovechando que BSC había nacido en el momento justo y en el lugar adecuado, cuando la música cubana tenía mucho que decir al mundo. 

Buenavista Social Club es una marca de fábrica que no cabe en una camisa de fuerza. Cooder, el productor Nick Gold, un zorro astuto en el mercado, y World Circuit han construido una sólida saga discográfica, que vende millones de copias, con protagonismos sucesivos para Rubén González, Ibrahim Ferrer y Omara Portuondo. Es una especie de locomotora por la cual la música de la Isla, la de todos los tiempos, está aireándose fuera y, por qué no, dentro de Cuba.

El producto de BSC, en cualesquiera de sus versiones, es tan genuino que no puede ser tergiversado, por mucho que haya quienes traten de presentar este caso como mera postal nostálgica —lo más inocente— o como si en los últimos cuarenta años —y ahora viene la insidia— la música en la Isla se hubiera detenido y por eso hay que mirar a una supuesta Cuba eterna anterior a la de 1959.

Buenavista Social Club y Omara han conquistado al mundo a golpe de novedad, entendida esta tal como Emilio Grenet, a propósito del boom cubano en  la Europa de los treinta, dijera: «Lo que se presenta ahora como algo nuevo, capaz de producir nuevas emociones, no es algo que se haya improvisado como una atracción turística, sino el logro espiritual de un pueblo que ha luchado durante cuatro siglos para encontrar un medio de expresión».