«El único deseo que abrigaban millones de personas en Cuba y diversas partes del mundo era que no muriera el hombre, a quien mantenían rodeado de un equipo médico multidisciplinario y la técnica más eficaz para salvar un vida», así evoca la periodista cubana Marisol Ramírez Palacios en su libro Café amargo con salvia, los últimos días del cantautor Fernando Borrego Linares, internacionalmente conocido como Polo Montañez, querido por millones y hasta hoy venerado como un artista de altura.
Son innumerables los ejemplos de mujeres y hombres que desde el autodidactismo, con la confianza de ciertos productores y un poco de suerte, se convirtieron en artistas de admirada entrega. Si a esto se le suma la calidad humana y el final (trágico o no) de sus vidas, estos seres pasan a ser, de manera directa, leyendas populares a cuyas vidas se les quita y añade según las voces que cuenten su paso por la tierra. Sucedió igual con Benny Moré, otro ídolo de multitudes.
Después de la muerte de Polo en un accidente automovilístico ocurrido el 26 de noviembre de 2002 llovieron anécdotas, historias de envidia y hasta de “brujería”… Empezaron las comparaciones y muchos encontraron en las últimas composiciones del autor el anuncio de su mismísimo final. Todo acto, gesto, color de la ropa, entrevistas, lugares por donde pasó el Guajiro natural… sirvieron de plato fuerte para alimentar el mito de quien en breve tiempo hizo que sus letras fueran tarareadas en toda la Isla, sin importar la edad.
«Primero fue la historia de un matrimonio extranjero que había ofrecido mil dólares por fotografiar el ataúd abierto. Luego se corrió el escalofriante rumor de una secta religiosa que en la séptima madrugada había intentado extraer el cadáver y decapitarlo, para que reencarnara en un santo. Hubo quienes hablaron del robo de las coronas, incluso daban por sentado que una guardia permanente custodiaba el sitio donde reposan los restos del afamado cantautor.»[1]
Sin embargo, a 16 años después de aquel funesto día de noviembre creemos que lo único predecible era (desde que irrumpió en la escena) que en algún momento de su vida, cantando como lo hizo, imprimiéndole sencillez y elegancia a su trabajo, luciendo su sombrero, caminando y hablando como los hombres del campo… Fernando Borrego se ganaría el cariño del pueblo sin preocupación alguna, sin la necesidad de inventarse ningún personaje estrafalario.
Pero lo que más duele todavía no es —hasta cierto punto— aquel accidente que puso en estado de vigilia a millones de personas, ni las fotos con su ropa llena de sangre o el carro destrozado. Lo que mortifica es pensar que un hombre con tanto talento se despidió tan rápido, que el tiempo fue poco para disfrutarlo más, verlo mil veces en una tarima, saber que sus discos eran pan caliente en el mercado, que en América Latina sus canciones ocupaban el primer puesto de las listas… ¡Contra!, cómo nos hubiese gustado ver a un Polo cargado de premios, presentando un espectáculo con su estilo guajiro, haciendo dúos y convocándonos a una fiesta en el lugar donde nació.
¿Quién nace para ser leyenda? Es posible que nadie piense en esto. A lo mejor ni el mismo Polo imaginó llegar tan alto en aquellas jornadas cuando preparando la madera para hacer carbón, en su mente elaboraba una de las metáforas más lindas de la música cubana:
Yo era capaz de subir al cielo / para bajarle un montón de estrellas
[1] Marisol Ramírez Palacios en Polo Montañez: Café amargo con salvia, Editorial Pablo de la Torriente, p.131.