En mayo pasado…el día 24, se cumplieron 110 años del nacimiento de uno de los artistas fundamentales de la modernidad de Cuba, integrado a la nación y cultura chilenas: Mario Carreño. Recordarlo siempre constituye acto de gratitud y modo de que su magisterio de pintor, crítico, docente especializado, gestor institucional y editor de arte permanezca en la memoria activa de creadores, museólogos, estudiosos y estudiantes de lo artístico visual de las distintas épocas.
Mario Carreño o Karreño, como también solía firmarse, no sólo es uno de los miembros clave de la llamada Segunda Generación de Pintores Modernos Cubanos, sino a la vez un prolífico intelectual que asumió funciones directivas en el trabajo promocional de arte. Su presencia al frente de la Dirección de Artes Plásticas del Instituto Nacional de Cultura de su país, en los años cincuenta, y la sección Noticias de Arte que atendía personalmente en la popular revista habanera Carteles, le permitió trascender la profesión pictórica, para proyectarse como una individualidad en quien junto a la búsqueda creadora estuvieron activos la razón analítica, el afán de divulgación y la conexión con otros sectores de la imaginación y la cultura.
Aparte de proponerme conocer la evolución de su hacer pictórico, desde la década del 60 -cuando aún yo estudiaba pintura en la Escuela Nacional de Arte de Cubanacán- pude enterarme de aspectos esenciales de su existencia mediante conversaciones con algunos de mis profesores que le conocían bien, sobre todo Martínez Pedro y Sandú Darié. Tanto el primero como el segundo destacaban sus apetencias de saber y el espíritu orientador que le eran característicos, además de revelarme anécdotas sobre las fiestas y encuentros de artistas que tenían lugar en la casa que éste tuvo en la calle 14 del Vedado habanero, entre Línea y Calzada: desde discusiones sobre cambios estilísticos en las poéticas figurativas y no-figurativas, hasta pareceres sobre música, el panorama político de la patria, o los intentos que allí había hecho Diago de concretar su vocación suicida. La unión de pareja de Carreño con María Luisa Gómez Mena -que lo apoyaba en el propósito de agrupar a creadores de la visualidad y lo literario en lo que Marcelo Pogolotti consideró “bacanales”- era igualmente parte de los relatos que lo retraban.
Escuchar la grabación en dos discos de la radial “Universidad del aire” acerca de la polémica entre Academia y Arte Moderno, donde Carreño discutió con el escritor Jorge Mañach y el entonces director de “San Alejandro” Esteban Valderrama, me sirvió para notar la capacidad que poseía para exponer con claridad los argumentos y convencer. Sin poder conocerlo físicamente, porque desde 1958 se había establecido en Chile, donde Pablo Neruda condujo desde años antes, advertí aspectos de su personalidad que explicaban, en alguna medida, su pintura de signos cultos, información combinada y evidente encarnación de una lógica sinestésica que trasfiguraba sonidos y poesía en líneas y colores. La equilibrada imagen de Mario me llegaba, paradójicamente, por conducto de referencias sobre su conciencia estética provista de nociones un tanto contrarias como el sensualismo, la mesura, su espiritualidad ilustrada, el comportamiento escudriñador, la pasión y ese sutil asumirse como guía de proyectos artísticos.
Aunque en La Habana de los 60 y 70 había desinformación respecto de las razones por las cuales Carreño no radicaba en su país natal, en esos años pude tener algunas certezas que me trasmitieron Marta Arjona y el pintor Mariano Rodríguez. Luego pude ver fotografías de Neruda recogiendo caracoles en Varadero y en la playa de Jibacoa, además de otras donde el poeta chileno posaba junto a Mario y a Martínez Pedro; todas colocadas en las paredes del baño y guardadas en una caja dentro de la casa de éste último. Carreño no era de los pintores y escultores –algunos con responsabilidades institucionales de arte dentro del inicial Estado revolucionario- que partieron definitivamente de Cuba en los 6O. Carreño solía comunicarse constantemente con Mariano, Martínez Pedro y René Portocarrero. En una ocasión vez el maestro colorista de las Floras y la ciudad me mostró -en su apartamento del edificio que está frente al Hotel Nacional- una tarjeta de sentida amistad que Carreño le había enviado desde la zona austral. Y Mariano me hablaba del propósito que tenía de invitar a Mario a La Habana.
Mario Carreño mantuvo su proyección raigal y renovadora como artista. Una bien asimilada presencia de lo clásico y la lección artística de los muralistas mexicanos, junto a la adecuación muy personal de tendencias no-figurativas internacionalizadas, le habían desarrollado una base constructiva sólida y a la vez cambiante para la vertebración de un imaginario auténtico. En Chile extendió -con leves variaciones- el estilo flexible que había conformado en los cincuenta, un tanto como respuesta a las solicitudes de arquitectos que en edificaciones y proyectos de urbanismo del Vedado establecían nuevos criterios estéticos que incluían la llamada “integración de las Artes”. Así, produjo simbióticas estructuras poli-direccionales que daban cuerpo a tonos disímiles cargados de luz, ordenados en función de motivos temáticos que le eran habituales.
Igualmente desplegó fecunda labor en la chilena Universidad Católica, en cuyas aulas de artes plásticas trasmitió saberes de dibujante y de pintor, completados por el hecho de ser culto conocedor de historia del arte y diseño. Mario era –para los artistas y críticos de la nación donde había establecido su segunda morada de vida- otro hombre del arte chileno más. Dialogaba con ellos, se sentía integrado a sus problemas y afanes, actuaba como formador para los creadores jóvenes, a la vez que se interesaba en su literatura y su historia. Debe decirse que nunca hubo en él la actitud de “aldeano vanidoso” (así definido por Martí en su ensayo Nuestra América), ni tuvo esa mentalidad de colonizado que confunde la posición avanzada con repetir formulaciones ajenas procedentes de centros transnacionales de poder cultural. Tampoco su amor por lo cubano que tenía adentro hizo de él un inadaptado a condiciones geográficas y culturales del contexto suramericano donde radicó hasta el final. Una legítima visión universalizadora del proceso creador, tanto en lo sintáctico como en lo semántico, le permitía ajustar lo esencial y lo episódico, lo que traía consigo y códigos adoptados, una poética propia y señales emanadas de los encargos y del mercado.
Cuando uno recuerda su sección sobre artes visuales en Carteles, donde valoró la producción visual establecida y hasta dio a conocer a los miembros de la primera exposición de quienes luego serían conocido como “Los Once”-aunque estos nunca fueron un grupo armado como tal, sino exhibiciones con ese crédito que variaban de componentes- nota que su condición de intelectual informado le permitió comprender desde temprano, y así lo expresó en sus comentarios y valoraciones, que un artista genuino es también parte de los hombres que remodelan el mundo, productor de imaginarios dentro del enorme prisma de la cultura internacional, artífice para todas las sociedades y naciones.
Si pensáramos con sentido verdaderamente abarcador y dialéctico, podríamos arribar a la conclusión de que hay a veces artistas que no permanecen en sus tierras de origen y, sin embargo, suelen ser a veces más fieles a los indicadores semánticos y espirituales de su nacionalidad, que otros que sí viven y trabajan siempre en el país donde nacieron, y contrariamente, manifiestan visiones distanciadas del hábitat propio, se alistan en corrientes de éxito que pueden desnaturalizarlos, o no logran conservar en sus poéticas el peso del alimento ocular y emocional recibido en las coordenadas nativas. Carreño se negó -por evidente ajuste del quehacer artístico prohijado en Cuba con las improntas clásica, onírica y doméstica -a desviarse de lo que para él era un credo y una misión simbólica de pintor y gráfico expandido por los caminos del mundo. Aunque aceptó nutrirse de ciertas ramas no-figurativas y manejar deconstrucciones renovadoras del arte, tuvo el cuidado de conservar rasgos y percepciones de la denominada “Escuela de La Habana”, referidas en los textos de críticos cubanos como Guy Pérez Cisneros, Rafael Marquina y Loló de la Torriente.
Al visitar a Chile en 1993, invitado por José Balmes e importantes artistas de esa nación, llevaba yo la encomienda de la dirección cultural cubana de acabar de convencer a Mario Carreño para que viniera a Cuba y estuviera presente en la exposición de homenaje que se le preparaba en el Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana. Luego de los primeros días de actividad en Santiago -que sumaron visitas a zonas de interés, museos, galerías y casas o talleres de creadores plásticos, además de conocer Viña del Mar, Valparaíso y la “nerudiana” Isla Negra, fui conducido por Denise Rattinoff –la Representante de Carreño- a un encuentro con mi compatriota del pincel. Desde que estuvimos el uno frente al otro -él imposibilitado de trasladarse por sus piernas- todo fluyó con normalidad: fue casi un diálogo de conocidos, de intelectuales del arte que teníamos amigos comunes, de personas francas y desalmidonadas. ”Karreño” no sólo me habló de sus recuerdos habaneros y de cómo su obra aún mantenía el lenguaje tipicista del siglo XX que provenía de su percepción de cubano ilustrado, sino que igualmente me narró momentos que lo marcaron de sus clases investigativas en la Universidad Católica chilena, a la par que señaló que el coleccionismo de esa nación(su segunda patria)había logrado conservar una predilección acusada por los valores visuales autóctonos. Asimismo comentó acerca de la contradicción implícita en el comercio de arte, que -por un lado- satisface requerimientos vitales del creador y crea rangos de valor para las obras; y por el otro, genera dependencias de lo que se vende, que aparte de enajenar a los artistas, tienden a convertir a galeristas y curadores en la verdadera fuente gestora de lo artístico; y al artista en un simple realizador subordinado a los intereses y criterios de éstos.
Tampoco en aquella conversación, Carreño dejó de referirse a cómo el golpe fascista del 73 cortó la evolución de un valioso proyecto de cultura en Chile; ni olvidó hablar de su presencia dentro del grupo gestor de la Revista de Arte UC, donde me publicarían algunos artículos sobre arte cubano. Finalmente reveló que ciertos mercaderes norteamericanos y críticos conectados a ellos, le habían compulsado, más de una vez, para que abandonara su sincera entrega a una expresión figurativa neo-caribeña y latinoamericanista; a la par que persistiera en emisiones plásticas abstractas, desprovistas de evidencias de nacionalidad y alejadas de poéticas contextuales reconocibles. Recuerdo su explicación sobre el comienzo de los estilos no-figurativos en La Habana del segundo lustro de los cuarenta: según él habían surgido más que por una necesidad interior de los artistas, por la demanda de los arquitectos y diseñadores de interiores; e igualmente por la incorporación de los cubanos a un mercado panamericano tendencioso, mediante la gestión promocional de Alfred Bahr Jr. y la labor posterior de José Gómez Sicre en la División de Asuntos Culturales de la Embajada de Estados Unidos.
Aquella fue una tarde algo fría, aunque de gozo mental intenso, porque por fin pude intercambiar apreciaciones y conceptos “en vivo” con un pintor que había conocido de obra y de leyenda. Era el contacto esperado con quien había sido clave en el desenvolvimiento de la modernidad artística de Cuba. Antes de partir de Chile hacia La Habana me despedí de Mario, que no se sentía muy bien de salud ese día, pero sí me aseguró -con los ojos brillosos de contento- que asistiría personalmente a su exposición, realizada algunos meses después en nuestro Palacio de Bellas Artes.
A Carreño se le recibió en nuestra isla por el Ministerio de Relaciones Exteriores y las instituciones de artes plásticas del Ministerio de Cultura. Pero también su corto retorno al paisaje natal implicó una circunstancias de profundas expectativas, no sólo entre los pocos que quedaban vivos acá de su generación de artífices y escritores, sino también a nivel de todo el sector profesional de imagineros de la visualidad, de los estudiosos de historia del arte, los críticos, museógrafos y estudiantes de plástica y diseño. El día de su visita a la exhibición de su colección atesorada por el Museo de Trocadero entre Zulueta y Monserrate, lo que debido su estado físico delicado no pudo coincidir con la fecha inaugural, estuvimos allí muchos que le admirábamos y así mismo funcionarios designados para atenderlo y restituirle el abrazo oficial del Estado.
Me alegró ver fundidos en un cuerpo a cuerpo, sin protocolos de oficio, al pintor retornante (Carreño) en su silla de ruedas y a la histórica responsable del cuidado del patrimonio cultural (Marta Arjona). Noté ese día lágrimas en los ojos de curadoras y profesoras universitarias que había abordado su obra más de una vez, sin haberle podido palpar de cerca nunca antes. Los signos de su larga caminata pictórica desde la Academia a Colson y los modernos mexicanos, de sus tejidos de planos y manchas a las revelaciones del universo íntimo del hombre habanero, de la música visualizada a tentativas de murales ornamentales y un expresionismo contenido, estaban allí, pero esa vez junto a quien los había generado con su trabajo, información fecunda y sentido de las formas.
Carreño había vuelto complacido a la tierra que nunca dejó ni olvidó, porque siempre estuvo entramada -como saeta y línea conductora de su espíritu poético- en la naturaleza ecuménica de artista pensante. Carreño me confesó discretamente, durante un almuerzo que se le ofreció en la Residencia del Embajador de Chile en Cuba, que ya no se iría de la vida sin cumplir el deseo de reencontrarse con su hábitat nutricio y con sus compatriotas. Los que estuvimos con él en aquella mesa que reunía comidas criollas nuestras y de la tradición culinaria chilena, supimos de cuán satisfecho estuvo por saberse con ambas partes geográficas de su ser articuladas armoniosamente. Finalmente se despidió de mí con breves palabras: “allá en Santiago tienes a un cubano amigo más y una casa…” Pero con tristeza intuí, en aquel instante, que ya no le vería más, y que él quedaría para nosotros casi como mito. Años después supe del final de su existencia vital en 1999; e igual de la Fundación cultural con su nombre que establecieron. Ahora lo veo como si estuviera delante de mí.
En portada: Foto tomada de Fundación Mario Carreño