Hoy quiero escribir acerca del amigo al que aprendí a respetar y admirar desde que yo era un adolescente. Se trata de un auténtico patriarca de la cultura cubana que arriba a la venerable edad de ochenta años. Y necesariamente no voy a detallar la obra de proporciones épicas que singulariza al legado del maestro sino alabaré su inefable condición humana.
Para quienes hemos sido impactados por su imperiosa necesidad de aportar constantemente múltiples propuestas creativas, hechos de los cuales he podido ser testigo desde la década de los 60 del pasado siglo hasta la actualidad, de repente la vida nos ha otorgado el privilegio de honrar al octogenario anciano.
Y aunque nos resistamos a considerarlo dentro del sector etario que le corresponde -porque no lo parece-, en realidad, cual mensajero de la belleza hecha música, que nos ha entregado sólidos argumentos para valorar en su justa medida la extraordinaria importancia del arte, disfruta a plenitud la sabiduría adquirida en el transcurso de la vida.
Por lo tanto, hablaré con el corazón entre las manos, para intentar que las palabras en torno a tan ilustre personalidad, lleguen hasta las honduras del alma. Quizás los más jóvenes que han coincidido recientemente con el maestro en alguna actividad pública, se han percatado de la perenne sonrisa del rostro, propia de aquellos elegidos que asumen con modestia el caudaloso mar de sus conocimientos enciclopédicos.
En tal sentido, no debemos confundir jamás la sencillez y humildad que le caracterizan, como muestra inequívoca de signos referentes de una menguada autoestima. Lo que pasa es que estamos ante la presencia de un ser humano que ha cultivado la nobleza de los grandes de espíritu en el hecho de entregarse a los demás.
Considerado como uno de los creadores más importantes del mundo, en su extensa trayectoria profesional ha reunido prestigiosos atributos, excelsos lauros que le permitirían con todo derecho, llegar a sentirse envanecido ante la inmensidad de semejantes registros.
Pero en estos tiempos que corren donde vivir de los demás se ha convertido en un modo de ser en la farándula, el que alguien tan relevante como este músico se desviva por estar para los demás, por repartir entre todos lo que habita en su interior, es tan poco frecuente como la posibilidad de encontrar agua en el desierto.
Basta leer cualquier entrevista de las tantas que se le han publicado, basta escucharlo hablar no solo de música, no solo de arte, sino de cualquier tema por común que este sea, para uno querer que cada concepto por él expresado, que cada palabra suya podamos conservarla intacta en los confines de la memoria.
Es la manifestación concreta de una especie de ancla que simboliza a un ser místico que, aunque no presuma serlo, personifica uno de esos contextos a los cuales nos aferramos para satisfacer las profundas interioridades emotivas a que nos vemos abocados en el devenir cotidiano.
Consumado guitarrista de rango universal, considerado por la crítica especializada como grande entre los grandes intérpretes del instrumento, impredecible compositor versado tanto en el respeto a la tradición más ortodoxa del mismo modo que la niega desde innovadores patrones formales, y apasionado director de orquesta donde la batuta es una extensión de su cuerpo, el maestro Leo Brouwer es todo eso, pero a la vez ha demostrado que representa todavía mucho más.
Fundamentado aglutinador cultural por excelencia, lo mismo rinde homenaje a George Martin con un concierto de sus versiones a temas de Lennon y McCartney que dirige el Festival Leo Brouwer de Música de Cámara con la participación de más de 300 artistas de 10 países, además de ciclos de cine, conferencias y exposiciones de artistas de la plástica.
Leo Brouwer simboliza la encarnación de un virtuoso creador de espíritu franco, cuya febril imaginación es capaz de remontarnos a experiencias trascendentales que perdurarán por siempre en nuestra sensibilidad. Por eso, cuando en buen cubano queremos reafirmar un aliento de respeto mayor, no solo “hay que quitarse el sombrero” por donde pase el maestro sino además aplaudirlo hasta la fatiga de las palmas.
En este onomástico de tanta significación, lo congratulamos con un pensamiento martiano, escrito a la medida de hombres de su estirpe: “Feliz el que pensó lo bello, sintió lo grande, amó a mujer, sirvió a la patria, habló su lengua, escribió un libro, y con pasadas soledades recuerda a los que leen las propias, y con presentes dichas enamora y canta agradecido la buena forma y buen empleo de la existencia.” (1)
Nota:
- Martí, José. Escenas Mejicanas. Revista Universal, México, 2 de septiembre de 1875, t. 6, p. 318.
Foto de portada: Tomada de Cubadebate /Iván Soca