Cuánto puede aportar la experiencia en la ideación creativa de un artista? ¿Cuánto de esa experticia transformaría la idea originaria en virtud de otros acontecimientos, asociaciones, actualizaciones y posibles antojos poéticos? Mucho se puede transitar entre la idea y la experiencia cuando de movilizar dispositivos escénicos se trata.
Ahora, cierto es que el único camino viable para llegar a la emoción es el de la acción; sí, el de la acción transformativa, generadora, emancipante de los universos que comparten actuantes y espectadores.
Ya se sabe que el advenimiento de la modernidad introdujo cambios decisivos respecto a la condición del sujeto, la relación de los individuos con el entorno, la visión y comprensión del mundo y la suposición tradicional de la existencia de un universo y una realidad objetivos. Igualmente, generó nuevos cuestionamientos sobre el fundamento de las ciencias, el reconocimiento de la necesidad de superar los dogmatismos ortodoxos y de interconectar las diversas disciplinas.
Transitar de la interdisciplinariedad a lo transdisciplinar ha sido condición intrínseca y perpetua en la práctica escénica espectacular. A partir de principios del siglo XX empiezan a surgir, desde diferentes campos del saber, teorías otras que tienen en común el escepticismo respecto a las ideas que marcaron tan profundamente las ciencias y la cultura occidentales. Las cuestiones sobre la verdad, la realidad, la razón y el conocimiento se posicionan, como centro del debate entre el racionalismo y el relativismo. Diversas teorías renuncian a la especificidad de su disciplina para acercarse gradualmente a la noción de interrelación, complicidad, complejidad, transdisciplinaridad, etc.
En la práctica escénica, este relativismo se manifiesta de diferentes maneras: en la experiencialización como parte esencial de lo procesual y enunciativo de la obra, en las mutaciones radicales respecto a la recepción de la obra misma y el lugar del lector-espectador; en la tendencia a establecer nexos, vinculaciones, reciprocidades, transacciones o complicidades entre los diferentes campos y prácticas artísticas —evidente en las creaciones intermedia o mixed media, intervencionistas, interdisciplinares e «indisciplinantes»—, y en la potenciación de los vínculos entre arte, ciencia y tecnología, hecho este que marca la enunciación de las prácticas escénicas en la actualidad.
El cuerpo como noción tecnológica que desde la figuratividad de su presencia procura establecer nuevas conexiones y alianzas: del silencio a la imaginería televisual, del cuerpo invulnerable a la corporalidad multimedial, del espacio físico al ciberespacio como soporte presentacional. El cuerpo danzante como vehículo de comunicación, exposición y performance, que trata de expandir cada vez más sus posibilidades expresivas y asociativas.
Y es que la duodécima Bienal de La Habana nos ha servido como confirmación de que la danza se mira y se toca más allá de los añejos consensos que legitiman el sentido académico y decadentista del «ser en danza». Replantearse el término danza desde las configuraciones que la praxis artística actual esgrime es necesidad para vincular las claves teórico-conceptuales que rondan el estudio y la creación de la danza contemporánea, en tanto argumentación actualizada a un campo simultáneo de cuestionamiento.
En la agenda de la Bienal, las presentaciones habaneras de las proposiciones de la uruguaya Tamara Cubas, de las españolas Cuqui y María Jerez, los materiales expositivos de Esperanza Collado y el haber tenido la visita tan esperada de La Ribot con su mítica pieza Más distinguidas, aseguran que la danza como práctica escénica ha ampliado sus fronteras, ha dejado de ser una manifestación escénica diferenciada, para devolverse expansión más de los procesos de hibridación propios de una nueva sensibilidad discursiva espectacular.
La Habana en su Bienal ha abierto sus puertas y espacios para corroborar que en la danza contemporánea actual habitan, gravitan, se generan, se sistematizan y resemantizan confluencias plurales de sus diversos vocabularios y gramáticas discursivas. Violentar la cómoda butaca del espectador va siendo noción de orden en el reacomodo de su «misión» activa para devolverse crítico y emancipante.
Transitar entre la idea y la experiencia va más allá de una provocación revisora de lo conquistado y aportado por la técnica, va más allá de aquella vetusta idea de identificar la danza con el continuo movimiento e, incluso, con la tenencia de un cuerpo «apto» física y calisténicamente parlante. Danza en la Bienal, como obsesión pensada y tramada, cavilada y denodada, reflexiva y refractada de su principal consultor, el investigador y profesor español José Antonio Sánchez. Supo el comité curatorial de la Bienal arriesgarse por mostrarnos que la danza va más allá de corporeidad dinámica que experimenta el tiempo y el espacio a través de la intensidad, la quietud, el juego, la demanda y la escucha.
Si bien la agenda de la duodécima Bienal de La Habana se volvió combinación interpelante de lo «disperso» que produce sentido en sus vínculos imaginación-acción, actor-espectador, movimiento-acción, ritmo-armonía, cuerpo-pensamiento, centro-periferia, idea-experiencia, las propuestas próximas a nuestras nociones de «lo danzario, lo teatral, lo escénico», se volvieron habla de una nueva lingua franca que exploró la comunalidad de cuerpos culturalmente mediados ante la irresolución de un posible modelo global. Ante la infausta y pretendida receta milagrosa normalizadora de la añeja ontología del lenguaje técnico corporal, visual, sonoro, etcétera. Pues, si de danza hablamos, oportuno es advertir que ella también se mira y se toca como trastoque huidizo en el mirar de espectadores, ahora emancipados.