DESDE VENEZUELA
El viaje al interior venezolano es lento y caluroso. Largas distancias de velocidad moderada, a causa de las constantes obstrucciones que imponen los «policías acostados», esos toscos menhires que indiscriminadamente pueblan el asfalto. Ya sea que vayas de la capital al llano, ya que entre las áreas del llano te desplaces, el infaltable audio en las busetas insiste en el folclor llanero. Aun cuando su propietario elija otros géneros de moda, las notas de su música tradicional hacen su aparición intermitente. Si ese viaje es aún más intrínseco, y el trayecto se marca del interior llanero al interior llanero, la dúctil bandola de cuatro cuerdas simples, el intranquilo cuatro, las melódicas arpas y las singulares voces de contrapunteo persisten en dejar claro cuán vivo está en el gusto de la gente este modo de expresión musical.
De ahí que en una fiesta, luego de compartir el baile y el arroz ensopado, sea inevitable la ronda de contrapunteo de los cantores. Al calor del cuatro, la bandola, el arpa y las maracas, cada uno defiende su tonada y su cadencia como la más auténtica. Con cada intérprete, el público responde de acuerdo con el entusiasmo que saque del momento la pasión del cantor, o el virtuosismo de un instrumentista que da el tiempo necesario a la improvisación. Aplausos y expresiones intermedias patentizan el profundo respeto por la tradición.
Cierto también que, avanzado el tramo, algún que otro de los jóvenes se enorgullece de su osada innovación y marca diferencias al interpretar las seguidillas. Así, del contrapunteo de expresiones se pasa al contrapunteo entre la tradición y sus manifestaciones de renovación. Hay miradas y gestos que marcan desafío, y murmullos y vítores que los alientan. ¿Se fortalece o se derrumba el cielo de la tradición con estas tentativas? ¿Se agosta o se sostiene el camino de la tradición con el llamado a respetar herencias?
Los jóvenes, sin embargo, no sustituyen ni suplantan las esencias del canto llanero, sino que buscan insuflarle sus descubrimientos, sin perder nunca el respeto a sus orígenes. Se aferran de la tradición para hacerla más cercana a las normas de sus coetáneos, aunque, de todas formas, los llenen de acusaciones de desvirtuar la tradición que realzan. Es una lucha que la cultura repite eternamente y que en el alma del llano lleva tintes intensos. A veces, uno de esos modos olvidados se introduce como novedad en el contrapunteo y se consigue un posicionamiento ante la regia postura de los veteranos, cuyo heroico fogueo en medio del bombardeo de la industria del entretenimiento merece el más sentido respeto. Como las carnes diversas del arroz en sopa que comimos, las maneras de cantar se mezclan y se retan, sanas y elegantes.
Si antes el baile era laxo y hasta sosegado, la ronda de improvisación carga los ánimos y establece puntos de viva competencia. Se tensa la fraternidad y se sonsaca a toda costa la complicidad de los oyentes. Porque somos oyentes una vez que contienden los intérpretes. Más que el aplauso, que arriba siempre al final de cada pieza, se disputa el trofeo de la reacción espontánea, de las exclamaciones que del público saltan. Y parece, por algún que otro mohín, por algún que otro rostro que se ofusca, que una sombra pugna entre el ambiente festivo.
Hasta que el alma del intérprete, arrastrada por el alma del llano, regresa a su tonada, se alimenta de su inspiración, y se impulsa, tragos y bocados mediante, interjecciones jocosas en ayuda, a defender su concepto de expresión. Y así, todos quedamos en el alma del llano. Los nacionales con la certeza de que se trata de un pasaje que sus vidas repiten; los extranjeros que por primera vez participamos en el espectáculo, con la segura sensación de que, aun cuando no sea posible retener el nombre del cantor y su tonada, o los apelativos del trago o la comida, no olvidaremos cómo el alma llanera se alzaba al sentimiento vivo y nos hacía vibrar, y ser parte, uno más, de esa cultura. Tan alto vibra en el alma de la gente que es casi una falta catalogarla de folclor. A menos, desde luego, que sepamos que el folclor no es pasado, sino cultura que la industria posterga caprichosamente.