Existir como entidad libérrima emitida por la conciencia estética, sin depender de condicionantes externos a la personalidad que la deformen o mediaticen; nacer marcada por un destino distante de su esencial naturaleza expresiva y cultural; o servir solo para el adorno, la ostentación, ciertas operatorias financieras y el entretenimiento extraño constituyen alternativas del drama contemporáneo vivido por la creación artística. Un verdadero «trilema» envuelve así a la razón de ser y proyectarse de quienes se ocupan especializadamente del arte. De ahí el conflicto de tener que elegir a veces entre producir el resultado sincero o fabricar lo que tiene asegurada la ganancia y el éxito espectacular, mostrar lo que se hace provisto de una visión singular o sumarse al carro de la moda y las producciones empresariales que se disfrazan de «muy actuales», asistir a eventos que evidencian legítimos caminos de la imaginación dispersa por el mundo o participar sistemáticamente en los circuitos alienados de consumo con sus enormes «supermercados» denominados Ferias de Arte. Nadie se salva, aunque construya un ilusorio habitáculo para mantener inmaculada su labor en la cultura, de esa disyuntiva que puede llegar a influir sobre la sicología y la ética personal en el contenido de los programas de publicidad y desarrollo correspondientes, e igualmente impregnar el modo institucional de comportarse.
Vivimos —hasta en naciones que se han propuesto colocar las realizaciones culturales en las coordenadas de disfrute social y el mejoramiento humano— en una época regida por los negocios y las simulaciones. Son el interés por poseer en términos financieros y ese afán de parecer desde una perspectiva de poder real y simbólico, los que trazan caminos al «estrellato» en los campos convencionales y renovadores de las artes visuales. Para un productor o promotor de espectáculos o «arte-mercancía» consumibles vale más tener la clave de cómo operar en las redes comerciales, que contar con sólida formación profesional, cultivo diverso de la personalidad y capacidades para una sustancial inventiva. La mercadotecnia inherente al tramado de producción-circulación y venta del arte resulta más deseada y efectiva que el arte genuino. El «mando de la riqueza material» desplaza bastante al mando del intelecto fructífero y la riqueza espiritual. Hasta sucesos de la expansión mundializada de lo artístico, como las denominadas bienales que vienen desde los años cincuenta, son víctimas cada vez más de esa «fiebre del oro» inherente al destino capitalista de lo artístico. Después de sus primeras décadas con predominio de saludables fines, cuando la confrontación entre poéticas y el estímulo a las búsquedas de lenguajes constituían parámetros para el avance y diversificación de la concreción estética, esos encuentros expositivos mixtos de región e internacionales (devenidos plataformas temáticas destinadas a un reordenamiento conceptual de lo imaginativo) fueron asumidos mediante el denominado project room insertado en algunas ferias de galerías, que así contribuyeron a su parcial distorsión y al peso adquirido por la directa o disfrazada compraventa dentro del tramado «bienálico».
Acontecimientos bienales y trienales cuya vocación multinacional ponía de manifiesto procesos universales de evolución e hibridación del arte, equivalencias y contrastes en las propuestas de disímiles hacedores, además de renovadores diálogos de la subjetividad con los contextos de existencia y el hilo antropológico de cada nación, se fueron transformando en algo relativamente distinto a lo que surgió de las motivaciones fundacionales. Primeramente recibieron la impronta soterrada de firmas productoras privadas y monopolios que aportaban financiamiento para su puesta en actos. Y con posterioridad se vieron compulsados a incluir determinados canales que convirtieran resultados de la creatividad en producciones iterables que actuaran como nuevas ofertas de mercado. El impacto mercantilista sobre lo que solemos nombrar bienales se ha revelado, asimismo, en la actividad de los buscadores de talentos, que captan a quienes pueden ser útiles para laborar en otras funciones del arte, en los propósitos de sacralizar maneras de hacer «contemporáneas» apropiadas para el consumidor snob, y en el despliegue de líneas de venta que sustituyen a la obra o el suceso artístico por el testimonio o la imagen distintiva en reproducciones, videos, libros y revistas, o en artículos de uso y ornamentales. No debemos ocultar el hecho de que tales eventos no-comerciales proveen a los dealers y circuitos comerciales de medios y neo-mercancías que amplían la dimensión pragmática del arte, es decir, su absorción por los tentáculos deshumanizadores del oficio de capitalizar.
Como complemento de la conversión de las bienales en «grandes paquetes curatoriales» surgió una relación intereventos, manejada por esa tipología de curadores integrados a modo de «tropa itinerante» (propia de un mercado de la curaduría), que no solo ha acentuado el carácter de negocio en la práctica curatorial, sino que establece pautas estandarizadas para lo que se organiza en países distintos, a la vez que propicia la reaparición de refritos artísticos en ámbitos que tienden a copiar lo que se presenta en las macroexhibiciones de arte visual internacionalizadas que cuentan con una especie de «halo rector». Al lado de sus méritos indudables en el aspecto teorético, de la incorporación de códigos axiológicos abiertos para la comprensión de las artes, del acierto de estimular el enlace de lo artístico con lo extraartístico y dar cabida a recursos tradicionales y mitogénicos dentro del canon del arte, está su contribución nefasta a la banalización, la falsedad, la estandarización y el vacío de pensamiento crecidos dentro de esa masa informe de tendencias fundidas con la etiqueta «arte contemporáneo». Se trata de un peligroso fenómeno de acción y reacción en el cual la realidad objetiva opera contradictoriamente sobre la subjetividad, señalado por mí antes de renunciar al ejercicio sistemático de la crítica de arte para concentrarme en mi trabajo de artista de la visualidad. Entonces temí lo que después ha ocurrido: que la importantísima misión cumplida por las bienales y trienales de Europa, América Latina y el Caribe, Asia y Africa (que afirmaron la validez del sentido de autenticidad, autonomía expresiva, alternativa experimental y construcción dialógica) se viera obligada a ceder ante la dictadura global que identifica a la imaginación genuina con enfoques desnaturalizados y modalidades mercantiles que enajenan a numerosísimos profesionales del arte.
Durante el curso de los años setenta se efectúan en la Casa de las Américas, La Habana, tres Encuentros de Plástica Latinoamericana, donde se valoró altamente la posición de algunos artistas originarios de nuestra región que rechazaron premios otorgados por bienales un tanto inclinadas a servir al neocolonialismo cultural y al desarraigo expresivo promovido por ste último. En esas reuniones, donde participábamos nombres de creadores con reconocido itinerario y otros jóvenes, se esgrimían principios de veracidad histórica y conciencia identitaria regional que debían ser reconocidos y asumidos como guías de pensamiento y unidad por los movimientos y eventos de arte de América Latina y el Caribe. Esa disposición libertaria y de autoctonía alimentó luego la idea de conformar en Cuba una Fundación Wifredo Lam, que no fue admitida, para sí aceptarse el nacimiento de una Bienal de nuevo tipo que arrancó con un Encuentro Internacional de Serígrafos en la primavera de 1984. La Bienal de La Habana devino pronto en verdadero paradigma en su campo: combinaba códigos esenciales de las idiosincrasias de muchos pueblos con vectores de avanzada emanados de la época; aunaba un enorme mosaico de estilos y lenguajes de la visualidad latinoamericana-caribeña (al comienzo) y luego tercermundista, se convertía en un hecho con palpable recepción e influencia popular, sumaba armoniosamente las nociones modernas y transmodernas del arte, generaba talleres de creación e investigación práctica que se abrían a la viva participación comunitaria, enlazaba la función estética de juego con las problemáticas de lo humano y la sociedad, y hasta quiso —lo que a la larga no pudo conseguir del todo— apartarse de la presencia contaminante de un mercado que cosifica, simplifica, diluye valores, confunde, impone el triunfo pecuniario como prueba de «calidad» y acaba extirpando esa imprescindible condición de laboratorio para el arte que torna útil a eventos internacionales de semejante naturaleza. Con un itinerario en zigzag que la ha conectado a sus fundamentos gestores, alejándola a veces de estos, la Bienal habanera se convirtió en un hito con medulares aciertos e inevitables desviaciones.
Nuestra Bienal, que en este 2019 arribó a su edición número trece, se apropió de los mejores signos de sus pariguales nominales precedentes, e hizo suyas preocupaciones de renovación, geopolíticas, comunicacionales, endógenas, de diseño espectacular y acerca del vínculo entre público y obra de arte, propias de artistas de multitud de etnias y nacionalidades. Aunque no tuvo en manos los recursos económicos y tecnológicos que las ejecutorias artísticas basadas en las altas finanzas ponen en movimiento, su opción por lo creativo —aunque fuera pobre y hasta rústico y artesanal en la hechura— le aseguró un espacio de respeto en la valoración del arte de nuestra época, a la par que ha tenido utilidad instrumental para el despegue de muchos artistas y especialistas de artes visuales emergentes. Más allá del declarado espíritu tercermundista, ha constituido palpable ejercicio democrático en la instancia de gestación del ente estético y en su asimilación a nivel de muy variados públicos. Su fisonomía y extensión a la sociedad llegó a influir sobre la concepción de otros eventos equivalentes del exterior. Un estudio serio y desapasionado de la Bienal convocada por Cuba mostraría los ascensos y baches de su permanencia, el nexo con circunstancias vitales del país donde ha transcurrido, así como la compleja integración en ella de previsiones, pasiones y problemáticas de alcance planetario. Hoy la Bienal de La Habana quiere persistir, para más adelante modificarse y trascender el eclecticismo con duplicidad de propósitos antagónicos que llegó a caracterizarla. En un país donde las urgencias de comercialización interna pesan demasiado, por no existir compradores nacionales suficientes, es casi natural que la compraventa se inmiscuya y presione al proyecto sustancial del evento, afectándolo. Ello impondrá novísimas estrategias, la definición de lo que toca a la cultura y lo que funciona como entretenimiento, la separación entre laboratorio de creación y mercado, y un constante ajuste de sí misma que evite que la Bienal derive en amasijo de convenciones o festín a la deriva.
Todos los eventos serios de la cultura visual, entre estos las bienales, están sujetos igual a ese «trilema» del arte descrito en el párrafo primero de este texto.