El carnaval de la ciudad de Santiago de Cuba conserva cualidades singulares en el contexto de las festividades populares de nuestro país caribeño. Destaca la participación de todos los santiagueros en la celebración que, con independencia de clase y color, se vuelcan a las calles para manifestar su júbilo desde hace varios siglos.
No creo que tenga un único origen, pues la influencia española puede apreciarse en sus verbenas, en las calles adornadas, en los paseos que compiten por primeros lugares, en los temas alusivos durante el jolgorio. Los instrumentos de percusión y la rítmica música que hacen vibrar y mover todo el cuerpo, los paseos y pretextos demuestran la presencia africana.
La tradición del Corpus Christi, que se remonta a muy temprana época de la colonización española, es considerada por los estudiosos como una de las raíces esenciales del carnaval. Nancy Pérez, una autoridad en este tema, asegura que su origen es independiente de las más antiguas tradiciones religiosas conocidas. Creo que a él confluyen para alimentarlo numerosas vertientes, originalmente religiosas.
Acreditados por las autoridades eclesiásticas, los grupos de «libres de color» se organizaban para formar parte de la procesión que acompañaba al Santísimo, para honrarlo con sus cantos y bailes. Generalmente se celebraba a finales de mayo o principios de junio. Aún en las postrimerías del siglo XVIII cada día tenía su santo que celebrar, y la vida en Santiago de Cuba giraba principalmente en torno a la Iglesia y a las tradiciones rurales ancestrales. Durante Carnestolendas, también el pueblo se divertía con las carreras de caballos, lanzamiento de líquidos, etcétera. Estas festividades se redujeron y disminuyeron su importancia en el transcurso del fomento urbano santiaguero.
Las cofradías de negros libres —que así encubrían los ceremoniales propios de sus creencias los cabildos de nación— establecían vínculos diversos con sus parroquias, de modo que sus casas-templos eran respetadas y los patronos podían pasar la noche de su conmemoración en las iglesias respectivas, para estrechar más esta relación. Concluían, por lo regular, en bailes al ritmo de las tumbas o atabales, según testimonio de los propios alcaldes de barrio.
Entre los santos destaca la figura de Santiago Apóstol, el patrón de la ciudad, que cada 25 de julio se conmemoraba, y los vecinos concurrían para la procesión de la imagen entre el Ayuntamiento y la Catedral, acompañada del Pendón de Castilla, símbolo del poder colonizador.
A finales del siglo XVIII, el gobernador departamental Juan Bautista Vaillant prohibía las celebraciones de aquellos toques de tambor en la ciudad por considerarlos atentatorios contra la tranquilidad pública, mientras se hallaba candente la sublevación de los cobreros en la vecina villa de Santiago del Prado. También se prohibirían los carnavales, durante la repercusión en el Departamento Oriental de la violenta inmigración, procedente de Saint-Domingue, a causa de la insurrección de sus esclavos.
Nada pudo impedir la continuidad de una tradición asentada desde el siglo XVII entre los estamentos populares, y que con la consolidación de la trama urbana santiaguera adquirió nuevos matices.
En la ciudad de la plantación
En los inicios del siglo XIX, Santiago de Cuba organiza su red urbana al calor del fomento de la plantación esclavista y crecen los barrios marginales de artesanos y trabajadores agrícolas libres. El carnaval se destaca como fiesta profana de raigambre popular, auspiciada por las autoridades del gobierno, que favorecían la celebración del San Juan, San Pedro, Santa Ana y Santiago y, posteriormente, Santa Cristina en honor a la reina regente.
Esta era una ciudad con más de la mitad de la población negra o mestiza, donde las cofradías de negros eran poderosas y se organizaban en comparsas durante los Días de Mamarrachos. También en los Días de Reyes recorrían las calles, para dar gracias a sus padrinos blancos y recibir su bendición. El papel del africano creció dentro de la cultura y proporcionó nuevos matices al carnaval.
En los barrios populares, numerosas comparsas se preparaban para competir. Muy antigua es la del barrio del Tivolí, la de María de la Luz, María de la O, etcétera. A las tradiciones criollas se incorporarían las tumbas provenientes de Saint-Domingue, que acompañaron a los esclavos y libres desde aquellas tierras vecinas. No debe soslayarse, como parte sustancial del carnaval, la hermandad que se creaba o consolidaba durante los preparativos para el mejor lucimiento de sus comparsas.
A comienzos del siglo XIX las prohibiciones a las manifestaciones carnavalescas respondían al temor, siempre presente, a las gentes de color libres o esclavas con el pretexto de que estos eran muestras de atraso y obstaculizaban el movimiento civilizador. Por ejemplo, se prohibió llevar máscaras a los negros. No obstante, y a pesar de su distanciamiento progresivo respecto a las festividades religiosas para convertirse en diversiones profanas, los mamarrachos siguieron celebrándose, con brillantez y entusiasmo, siempre que las condiciones económicas de la región lo permitieron.
Como se ve, el Carnaval sería un motivo estratégico de la celebración, pues brindaba una forma de escape para el optimismo de los grupos sociales menos favorecidos. Entre las clases privilegiadas, los carnavales pasaron de la calle a las casas, teatros y centros de recreo. No obstante, fueron frecuentes los grupos o paseos organizados entre jóvenes para la diversión en comparsas. Hubo intentos de aplicar recursos sofisticados a las fiestas, la sostenida costumbre de introducirse los comparseros en las casas particulares, mientras el florecimiento del teatro de las relaciones y la solidaridad garantizaron las calles a los humildes. Y en los años sesenta del siglo XIX el carnaval se había convertido en una fiesta mundana y popular para el disfrute de todos los habitantes de Santiago de Cuba y la descarga de sus tensiones cotidianas.
Algunos se empecinaban en su supresión por la inadecuada presencia de los comparseros y el «poco gusto» de lo que ellos llamaban «mascarada callejera». Inútil actitud, puesto que la popularidad en la ciudad de aquella diversión había calado muy hondo. El pintor inglés Walter Goodman, que durante varios años vivió en Santiago de Cuba, describe prodigiosamente aquella eclosión de alegría natural en su obra Un artista en Cuba.
Al estallar la insurrección contra España en el año 1868, aunque deslucidas las fiestas de Carnaval, durante los diez años de la guerra desfilaron los mamarrachos. También se celebraron después de reiniciada la lucha por la independencia en 1895. Con la ocupación norteamericana, después de firmar la rendición las huestes españolas en 1898, quedaron afectadas las manifestaciones carnavalescas. Durante las guerras, las autoridades españolas apoyaron los festejos para desmentir la participación masiva en aquellas, pero no midieron las amplias posibilidades que tendrían los revolucionarios para infiltrarse en la ciudad en pleno jolgorio.
Con la República
Al fundarse la República en 1902, la presuntuosa oligarquía criolla, empeñada en entrar en la modernidad y sustraerse a la influencia africana, intentó nuevamente suprimir los carnavales, mientras soslayaba el papel del negro en la nación recién creada.
Fueron infructuosos sus intentos, como imposible era prescindir de la presencia cultural africana en la cubanidad. En lo más crudo de la dictadura machadista, se suprimieron los carnavales en Santiago. Voces se alzaron para rechazar aquel absurdo. «Si suprimimos en lo absoluto la conga, equivaldría a decirle a las clases pobres que ellas no tienen ni el derecho de divertirse y entretener sus ocios» (Pérez Rodríguez, 1988, t. II, p. 10).
Insertada la propaganda comercial y eleccionaria en la vida santiaguera, el carnaval fue un vehículo favorecedor de propósitos divulgadores. Así, paseos, premios y quioscos eran financiados por los gerentes de compañías de cerveza, de ron o por los candidatos ávidos de votos. Los concursos para reinas y damas ganaron un mayor papel, influidos por los certámenes de belleza en el vecino país del norte.
Justamente, el período de postguerra trajo aparejado el crecimiento del núcleo urbano santiaguero. Una vez más, en los barrios obreros y de gente humilde se generaron expectativas para el carnaval; el crecimiento demográfico representó una concurrencia multitudinaria a la fiesta más importante de la ciudad. La calle de Trocha alcanzaba mayor popularidad, aún por sobre la de Martí, considerada la vía más importante de la ciudad. Los años de 1940 y 1955 fueron especialmente destacados en el crecimiento del carnaval, sin que este perdiera, todo lo contrario, ganaba singularidad entre todas las festividades de Momo celebradas en Cuba: la participación multiétnica y de clases así lo evidenciaba. Se ampliaron las zonas de verbenas, las calles se adornaban con profusión y las congas y comparsas resultaban más vistosas. El turismo nacional y foráneo repetía una y otra vez su visita a la ciudad durante estos días.
Como en la colonia, y desde el siglo XVIII, la diversión carnavalesca protegió la acción conspirativa contra los desmanes, esta vez de la tiranía proimperial. Esa es la razón por la que fue planeado el asalto al Cuartel Guillermo Moncada el día de Santa Ana de 1953.
Contemporaneidad
La tradición del carnaval santiaguero se perpetuó después del triunfo revolucionario de enero de 1959. Ahora bien, durante la década de los años setenta y los siguientes, el carnaval sufrió numerosos avatares, entre ellos la ausencia de la pequeña empresa privada y la centralización de la distribución de ventas de bebidas y alimentos. Por supuesto, también los efectos del embargo económico de Estados Unidos a Cuba, que redujo las posibilidades de las gentes para crear sus vestidos y los adornos de las calles.
Hoy día la celebración del carnaval santiaguero requiere de nuevos estudios para prohijar su mejor conservación. En varias oportunidades el gobierno de la ciudad ha convocado seminarios sobre el tema. Algunas personas, como Enrique Bonne, quien dirigió la Comisión del Carnaval durante muchos años en la época revolucionaria, son consultadas con asiduidad. Sin embargo, se requiere profundizar en las características de los barrios, el crecimiento de la ciudad y en aquellas fórmulas tradicionales que pudieron haberse perdido definitivamente, debido al incremento para el surgimiento de otras nuevas. Mediante la investigación pueden ser identificadas manifestaciones de las fiestas en épocas anteriores. Esa es una tarea imprescindible para que sobreviva y perdure esta fiesta que surge de las entrañas mismas de la comunidad santiaguera.
La resistencia secular de esta fiesta está en su origen popular más íntimo y profundo. La salud de la misma requiere de un tratamiento para que no sea mistificada y para que no pierda la singularidad respecto al resto de las festividades cubanas. En la renovación está la perpetuidad. Jory Farr (Duarte Jiménez y Recio Lovaina, 2005, p. 192), joven periodista norteamericano, dejó sensibles impresiones sobre la esencia del carnaval santiaguero y sobre todo su enorme potencial comunicativo: «Ya no había escape posible. Una masa humana se apiñaba contra mí por todos los lados. De no se sabe dónde, apareció una mujer delante de mí. Tenía los ojos negros, nariz plana y labios gruesos que parecían esculpidos. Un pelo grueso negro caía sobre su cuello, y a la vez que me sonreía por sobre sus hombros tomó mis dos manos y las puso sobre sus caderas en movimiento. Y en las siguientes cuadras ella se inclinaba a menudo hacia delante y se estregaba con fuerza contra mí. Cuando yo respondía de la misma manera, todos los hombres que me rodeaban aplaudían con aprobación».
(Tomado de La Revista Brasileña del Caribe, Goiânia, vol. X, no. 20).