He tenido que venir a buscarlo a la que es ya su casa, la sede del Teatro El Público. Aquí, en la oficina refrigerada dentro de la cual insiste en fumar de manera impenitente, Carlos Díaz aprende a incorporar el peso de ser ya Premio Nacional de Teatro. Es el más joven de todos los galardonados con este lauro que reconoce la obra de toda una vida, y en su caso no hay discusión, porque todo cuanto vive lo transforma en teatro este hombre nacido en Bejucal, en 1955, y que ha guiado por casi veinticinco años a la compañía que lo confirma como un nombre imprescindible en la escena cubana del último cuarto de siglo.
El Premio Nacional de Teatro habla de toda una vida dedicada al arte de la escena. ¿Quién es el Carlos Díaz que lo recibe, y qué diferencia hay entre este hombre que se apresta a cumplir 60 años y aquel joven que dirigía teatro con aficionados en su pueblo natal?
Hay algo que se pierde y es la ingenuidad. Yo desde niño siempre soñé con el teatro, con vivir prácticamente en el teatro. Y ahora soy alguien que tiene la responsabilidad, que no tiene que ver con los años ni que me vaya a morir ni nada de eso, pues hay Carlos Díaz para rato, me hace responsable de demasiada historia, vidas y talentos que pueden no depender de mí, pero a los que intento influir con lo mejor.
Creo que desde esa época a esta se me ha complicado la vida, porque me he entregado mucho a los viejos, a los medianos, a los jóvenes, a los padres que vienen con sus hijos para saber cómo hacerlos llegar al teatro. Mi vida no ha cambiado mucho, desde aquel Bejucal hasta este momento, porque puede suceder, como el día en que me entregaron el Premio Nacional de Teatro, que los Tambores de Bejucal vengan al teatro y salgan a la calle Línea y paren el tráfico. Me sentí como en el parque de mi pueblo cuando salían las Charangas. Y es que creo que el primer teatro que yo vi estaba en las Charangas, con sus carrozas llenas de sorpresas y todo ese festejo.
También recuerdo mucho, desde niño, los discos que oían mis hermanos, en los que se veía el logotipo de la RCA Victor, con la imagen del perrito atendiendo a la bocina de un fonógrafo, y todo eso me parecía muy teatral. El teatro sigue siendo para mí algo como eso: seguir vigilando, descubriendo, incorporando cosas de la vida y la imaginación de uno y de los demás en algo que puede ser como un festival viviendo aquí en el teatro.
Tu grupo se llama El Público y no solo en homenaje a la pieza homónima de Federico García Lorca que estrenaste en Cuba, en 1994. Se nombra de ese modo porque los espectadores te han acompañado con fervor, y están ahí para alabar o criticar cada estreno, siempre con el anhelo de salir sorprendidos del Trianón. ¿Es tu Teatro el Público un acto que sin esa tensión no se completa?
La mayor razón de todo lo que se arma en el teatro es el público. Un hecho teatral no se consolida si no está esa energía de la platea. Sin la acción y reacción entre el escenario y el público no queda ni el recuerdo. Hacer teatro es jugar con el que ha venido al teatro. Envolver y casi convertir a esa gente que te está mirando o que te está oyendo durante el tiempo que dura la representación. Han venido porque se pone la Celestina, o Arte o Ícaros, y ellos saben tal vez qué cosa es Calígula, pero hay que mostrarles qué Calígula es el nuestro, cómo lo hacemos nosotros, y ese es el juego, hay que ser muy responsable con lo que ponemos en el escenario.
La crítica hoy no me va interesando mucho, pero sí me interesa más el crítico más críptico o interesante, que es el público. Nunca es lo mismo, puedes ser la persona más exitosa el viernes y luego la más decadente en la función del sábado y tal vez vuelvas a respirar con el público en la función del domingo. Me parece que el teatro hay que hacerlo para toda esa gente, para el que viene lo mismo a ser feliz que a llorar, a compartir el espacio.
La tarde de la ceremonia en la que se te entregó el Premio Nacional de Teatro fue muy emocionante. Actores, actrices y amigos de la compañía subieron a escena para rememorar fragmentos de tus espectáculos. Y todo terminó con un fin de fiesta que llegó a la calle. ¿Imaginabas un hecho así, en el que fuiste espectador de tanto afecto y tanta memoria?
Yo he amado mucho y he sido una persona muy amada, pero el día de la ceremonia todo eso me superó porque el acto fue una ola de amor y agradecimiento que me cayó encima. Me siento ahora como una persona feliz de tener esa tarde del lado de uno. Siempre veo mis obras desde las filas de atrás, y esta vez me tocó estar en las primeras filas, al lado del ministro de Cultura, los funcionarios del Consejo de Artes Escénicas, del Sindicato, de la Uneac, y fui un poco como John Proctor, en Las brujas de Salem, cuando está en el juicio y salen todas las personas a decir algo sobre mí.
No podía decir una sola palabra. Lo disfruté porque creo que fue uno de esos momentos que uno nunca va a olvidar. Y tuve la osadía de grabar mi agradecimiento, porque como digo en él, soy del equipo de los lacrimógenos, y si me emocionaba iba a tener que llamar a uno de mis presentadores o a Norge Espinosa para que leyera mis palabras. Y no, todo lo que yo tengo que decir lo digo con mi obra.