El número 12 posee una especial y diversa significación en la historia, las creencias y las tradiciones. Doce son las horas del día y doce los meses del año. La historia sagrada cuenta de los doce apóstoles que estuvieron junto a Cristo. Igualmente la mitología griega narra los famosos doce trabajos de Hércules, que inspirarían la historieta para niños francesa —convertida luego en filme— Los doce trabajos de Asterix. Uno de los filmes fundacionales del cine cubano del llamado período revolucionario tuvo por nombre Las doce sillas. Desde la numerología hasta la cábala y determinadas prácticas culturales se valen del doce para predicciones, operatorias simbólicas, representaciones traslaticias y mediciones astrológicas. Hay en el doce, indudablemente, una proyección metahistórica, y a veces también un sentido de terminación y nuevo punto de partida que lo tornan excepcional y misterioso.
Doce han sido ya —con la del 2015— las bienales de La Habana, desde aquella primera que concibiéramos en 1983 y cobrara presencia —con espíritu latinoamericanista y caribeño— en 1984. Doce puestas en acto de un suceso que nació a raíz de la necesidad de afirmación antineocolonialista del mosaico dinámico característico del arte de Nuestra América, que luego se expandió a los denominados «Tres mundos», y con el tiempo se ha transmutado en concurrencia estética internacionalizada que acerca, funde y a veces confunde lo nuevo con lo precedente, lo típico con lo renovador, la tradición dialéctica con el rompimiento de cánones genéricos, lo creativo libérrimo de tipo nacional o muy personal con la fidelidad a los paradigmas «universales» que provienen de las líneas curatoriales dominantes, el mandato del mercado y hasta las falacias implícitas en una acepción globalizada de lo «contemporáneo» declarado como tal.
Arribar a la 12 Bienal constituye —de hecho— un hito y un reto. Su existencia en el tiempo como ámbito y registro de estabilidad y renovación de lo artístico ha estado interconectada con numerosas circunstancias del mundo, y ocasionalmente con cruentas etapas de la vida nacional. Se trata de un encuentro práctico y teórico de artistas y especialistas del arte visual que no siempre ha contado con los recursos debidos para realizarlo, y su ejecución ha sido compleja, imaginativa, esforzada y casi épica. Lo peculiar de esta suerte de avalancha cultural —desde su génesis— ha radicado en la capacidad de responder siempre de modo creativo, variable, sorprendente, a las expectativas del público cubano y de los visitantes de muchísimas nacionalidades. Y aunque en cierta etapa de su conformación curatorial estuvo marcada por temáticas expositivas y problemáticas de discusión que la identificaron demasiado con otras bienales y coloquios del orbe, sobre todo por alistarse en una corriente de pensamiento sustentada en la dualidad geopolítica y cultural definida como «centro y periferia» —lo que en términos estructurales engendró un diseño de bienal con un cuerpo central y proyectos colaterales secundarios—, su esencial necesidad de asir otras dimensiones de la realidad y del arte produjo saltos y desarrollos que la tornarían lo que ha sido últimamente: un acontecimiento plural, abierto, híbrido como buena parte de la cultura actual, transformable e inusitado.
Hablar de la XII Bienal de La Habana es abordar, de manera poliforme, una urdimbre expandida al extremo de exposiciones, una fiesta constante, propuestas de cultura urbana comunitaria, entretenimientos populares resueltos con formas y métodos artísticos, muestras en museos y acciones dialógicas donde el público deviene partícipe activo, plataformas de lanzamiento destinadas a la promoción transnacionalizada, búsquedas de vías expresivas que incluyen lo tradicional y lo tecnológico, espacios lúdicros y arquetipos de otras esperas espirituales que se tornan signos poéticos. Pero es también, necesariamente, referirse a un cierto mercado congregacional que sirve a muchos creadores del país sede —por no contarse en Cuba con los compradores nacionales requeridos, ni tampoco con las entidades comerciales capaces de asumir el caudal de creación enorme que existe en el país— como ocasión especial que les permita obtener visibilidad de sus ofertas y determinadas adquisiciones imprescindibles para vivir y continuar expresándose.
Contemplándola en su totalidad, la última Bienal de la mayor de las Antillas resulta ya descentrada, duplicada en sí misma, atomizada y asimismo convertida en varios campos paralelos que funcionan con fines diferentes y complementarios: los proyectos en barrios y ámbitos sociales de toda la ciudad que materializan propuestas efectivas «entre la idea y la experiencia»; la Zona Franca, integrada por las fortalezas del Morro y La Cabaña con su abarrotamiento de bóvedas con pequeñas galerías e instalaciones de lo transestético y un taller armado por lo multidisciplinario; además del Malecón habanero asumido como ámbito de diversiones, alusiones a la vida o los deseos, y atractivos para la población común.
Hemos arribado así —en esa reciente celebración— a una especie de puesta en escena gigantesca de lo artístico y lo extrartístico, de los conceptos y la fantasía, de la convención sacralizada y lo cotidiano trascendido, de la visión enfocada a las fórmulas de éxito ajenas y la autenticidad constructiva. Lo que en otros meridianos era laboratorio de invención confinado a las instituciones de artes visuales y patrimonio cultural, en nuestra bienal ha sido —desde la aparición de los talleres participacionales para el público, de 1986, asumidos posteriormente por eventos semejantes de varios países— una suerte de poliedro de sitios y acciones donde todos quieren estar, y en cuya riqueza de modalidades caben no pocas veces juntos el artífice foráneo y el autóctono, el nombre mundializado y el joven emergente cargado de fresca osadía, quien actúa por impulsos de conciencia, y aquel otro imaginero dispuesto a la obra básicamente sensorial o a la tectónica indirecta del modernizado hedonismo. Coexisten desde siempre en nuestra Bienal, y se han reiterado en esta número 12, numerosas tendencias paralelas, contrastantes, bien distantes de un entretejido cartesiano. La lógica rigurosa se mezcló con el pastiche de nueva generación, lo armonioso desfiló con lo inarmónico, la ceremonia convivía con la cumbancha, el hacedor de trampas a la percepción del espectador y aquel que quiso revelar verdades por canales nuevos fueron admitidos con medida equivalente.
De una bienal unicéntrica se pasó a la bienal policéntrica. Todo ese caudal de corrientes, estilos y lenguajes que afirman rasgos de personalidad o intereses culturales disímiles, parece haberse multiplicado y dispersado en el mapa urbano, cuando en verdad se pretendía operar a nivel social, sin dejar de lado el movimiento interno de la producción estética y su proyección renovadora o dialógica hacia los consumidores preparados, en su mayoría de Estados Unidos, cuando estamos en momentos de anunciadas relaciones diplomáticas. La XII Bienal habanera sumó diversas alternativas de su evolución precedente, estableció un amplio panorama de recepción para coleccionistas y estudiosos, quiso satisfacer las solicitudes de muchos tipos de artistas que arman la diversidad del arte actual, y cerró —condición ésta del número 12— un itinerario de existencia como suceso internacional del arte, que a partir de ahora exige cambios en su perspectiva y modificaciones de su lógica conceptual. Sin que se programara de ese modo, ha nacido de su seno una suerte de festival del arte cubano que no solo se manifiesta en Zona Franca, sino en una lluvia de exhibiciones personales y colectivas colocadas por doquier, en lugares estatales y privados, dentro de entidades de la cultura o de otras esferas de la sociedad, con curadurías aceptables o signadas por la improvisación.
También esta bienal marcada por el número 12 ha sido —como el Festival de Cine Latinoamericano, la Feria Internacional del Libro, las holguineras Romerías de Mayo y Fiesta Iberoamericana, o la denominada Fiesta del Fuego de Santiago de Cuba— un acontecimiento que penetró en la urdimbre del pueblo, estimuló la relación entre artífices y pensadores de la cultura artística de muchas latitudes, sirvió al arte de los cubanos como vía para probarse y dinamizarse, y permitió el intercambio de sentidos y razones entre las gentes del sector artístico visual y multitud de personas sensibles de todas las profesiones y edades —de nuestro país y del exterior— que acudieron a sus espacios y propuestas para ejercitar el placer, exteriorizar las emociones, jugar desde las provocaciones imaginativas y cultivarse.