Hace un buen rato que cae una fina llovizna. Faltan apenas quince minutos para que Chillida Leku abra sus puertas y ya estoy aquí. El viaje en autobús desde San Sebastián hasta las afueras de Hernani ha sido muy corto. Apenas hay tráfico en esta fría mañana de octubre.
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Desde bajo mi paraguas observo como la campiña vasca se va tornando amarilla y ocre. Aunque no lo parezca, el otoño es la mejor época para visitar este país lleno de árboles y aire puro. Bajo este cielo –a ratos gris, a ratos intensamente azul-, la sensación de libertad es inmensa…
En eso pensaba cuando una chica me saluda: “Kaixo. Ongi etorri”. Luego abre las puertas que me llevarán a este maravilloso jardín al que he viajado tantas veces desde las páginas de Arte por Excelencias y de la prensa nacional; justamente hace una semana estuvo aquí el Ministro de Cultura…
En Chillida Leku hay unas 40 esculturas monumentales, repartidas en 11 hectáreas de terreno. Aunque no siguen ningún orden cronológico, su ubicación es premeditada, en diálogo con la naturaleza y con los propios visitantes. Es un museo único, confeccionado en sí mismo como una gran obra de arte, pero sin itinerarios definidos.
“Tendrás que dejarte llevar”, me dice la recepcionista, antes de explicarme que la mascarilla es obligatoria durante todo el recorrido y, además, no está permitido tocar las piezas. “Antes se podía, pero por culpa del COVID está prohibido; aunque con lo frías que están dudo que te apetezca tocarlas”.
Sonrío, porque sé que las voy a tocar, que no podré resistir la tentación de sentir el alma de estas piedras venidas de muchas partes del mundo, de palpar el óxido del metal que ya forma parte de la obra. Tengo gel hidroalcohólico para lavar mis manos, y de momento soy el único que ronda la pradera…
Antes de meter mis impolutos zapatos blancos en la yerba mojada, paso por una pequeña galería donde fotos, videos y recuadros informan lo típico: que Eduardo Chillida Juantegui nació en San Sebastián en 1924, que fue un importante escultor y grabador conocido por sus trabajos en hierro y en hormigón, que junto a su mujer Pilar Belzunce crió a ocho hijos, que en 1983 compró este caserío, y que al morir, en 2002, ya había convertido en realidad su utopía de tener “un lugar donde pudieran descansar mis esculturas y la gente caminara entre ellas como por un bosque”.
Vuelvo al exterior justo cuando unos pequeños rayos de sol se filtran entre las nubes. Comienzo a profanar el césped con la alegría del niño que pisa el campo por primera vez, en este caso, un campo repleto de figuras que saciarán mis ansias de conocer la obra del mejor escultor vasco de todos los tiempos, y puede que también, del más importante de la España contemporánea.
Pasarán unas dos horas hasta que vuelva a este punto. Las nubes se irán, volverán, llegarán más visitantes… hasta entonces me perderé por la campa donde comienzan a salir pequeñas setas que quieren competir con la majestuosidad de las esculturas; y también por el bosque de hayas y robles que hay tras el caserío, caminando sobre un manto de hojas muertas y castañas maduras.
Definitivamente, el otoño es la mejor época para visitar el País Vasco, y lo voy a disfrutar, aunque sea bajo el paraguas y el chubasquero sempiternos que me acompañan desde que aterricé en Bilbao, a principios de semana.
Fotos: @yricardopupo