Diversas maneras de aproximarse a la ciudad –la urbe como constructo físico, arquitectónico, pero también espacio simbólico, mental– integran la exposición colectiva Holguín cumple 300, inaugurada recientemente en la galería Fausto Cristo de la Uneac provincial.
Visitar la muestra, que se suma a las actividades por el 300 aniversario de la ciudad de Holguín, como parte de las jornadas de la Feria Iberoamericana de Artesanía Iberoarte 2019, me ha hecho preguntarme: ¿cuánto ha estado presente la ciudad en la plástica holguinera?
A partir de 10 000 habitantes, todas las aglomeraciones se consideran ciudades, y en la Alta Edad Media, como el Renacimiento y anteriormente al siglo XII, solo era ciudad la que dentro de sus murallas tuviera una catedral donde un obispo ostentase su propia cátedra. En España, dentro del concepto político solo fue considerada ciudad como tal la que tuviese su propia catedral o que fuese sede de una arquidiócesis; como sucedió con Holguín. La formación del hato y su posterior expansión, estimado en el periodo 1545-1719, originó la constitución de un conjunto de casas, desarrollando un grupo social integrado alrededor de pequeñas comunidades unidas por relaciones de parentesco. Esta etapa, a su vez, puede dividirse en formacional (1545-1600) y aldeana (1600-1719). Sería a partir de este último año que se empieza a marcar la existencia del pueblo de Holguín, aparejada a la fundación de la iglesia de San Isidoro, que ofrece su primera misa en abril de 1720.
Ciudad nacida en un valle y escoltada por un cinturón agrícola, Holguín no ha sido una urbe cuya arquitectura ha “enamorado” la cosmovisión de sus creadores. No hay palacios, amplias fortalezas militares, grandes edificios coloniales o republicanos –La Periquera, un Teatro Eddy Suñol elegantemente art decó, La Plaza de La Marqueta, podrían ser excepciones de una arquitectura más bien plana, adocenada–, estilos arquitectónicos, ritmo urbano… Incluso la mentalidad citadina ha estado complementada por la cercanía del campo.
Si a vuelo de pájaro repasamos la obra visual de buena parte de sus principales creadores –me ampararé para ello del catálogo de la mayoría de las exposiciones de los cinco años y en el documentado libro-catálogo Cuestión de Actitud, publicado recientemente por la Uneac y el FCBC de Holguín–, notamos que la ciudad como concepto y metáfora no abunda.
El crítico de arte Iván de la Nuez, en un artículo publicado en las páginas de La Gaceta de Cuba sobre la obra de David Beltrán, asegura: “Al arte cubano de los últimos treinta años nada urbano le ha sido ajeno. Ni la escala humana de la ciudad ni su desproporción autoritaria. Ni su condición represiva ni sus puntos liberadores. Ni la pompa colonial ni el abandono contemporáneo”. Pero –el también ensayista y curador, subraya– antes no fue así. La pintura de la primera vanguardia fue capaz de romper con la academia, pero no con el campo. Durante años, sus temas mantuvieron la preeminencia rural: Víctor Manuel, Carlos Enríquez, Mariano Rodríguez, incluso el cuadro más venerado del arte moderno insular, obra de Wifredo Lam, se intrinca en lo más profundo y alcanza la jungla. El triunfo de la revolución –subraya De la Nuez– no cambió ese fervor campestre: incluso en el pop de Raúl Martínez, uno de los artistas más representativos de su tiempo, abundan también héroes salidos de la espesura; Servando Cabrera Moreno nos mostró la sublimación de la belleza de unos hombres que, machete en mano, se abren paso en las rudas condiciones del corte de caña.
Aunque “no todo fue yagruma, arroyo, manglar”, pues la ciudad ha tenido su importancia en el arte cubano. Basta recordar, por ejemplo, los vitrales de René Portocarrero y Amelia Peláez, que acogen ingredientes arquitectónicos de consideración. O Víctor Manuel en las calles matanceras, o Marcelo Pogolotti, aunque su mirada, más que a la ciudad, estuvo orientada a la fábrica y a los obreros maquinizados por la industria moderna… Incluso “uno de los cuadros que anuncia el posmodernismo insular nos ofrece un rostro sobre la hierba”: “Todo lo que usted necesita es amor”, firmado en 1975 por Flavio Garciandía. “Desde ese esplendor en la hierba, el arte insular empieza a tomar la ciudad en serio: es decir, empieza a tomar la ciudad”, añade Iván de la Nuez. A partir de ahí la cascada es irrefrenable: Tomás Sánchez, Arturo Cuenca, Rubén Torres Llorca, Hexágono, Glexis Novoa, René Francisco, Lázaro Saavedra, Carlos R. Cárdenas, Sandra Ceballos, Arte Calle, Carlos Garaicoa, Los Carpinteros, Enema, Carlos Martiel, Leandro Feal, Luis Enrique Camejo…
Holguín –por todo lo que hemos comentado– forma parte de esa tradición predominantemente bucólica en la plástica insular, si bien en las últimas décadas la ciudad, como espacio de lo posible, del hecho artístico, ha ocupado sitio en el imaginario visual.
En buena medida, viene a ser el naif Rolando Pavón el más urbano de los artistas holguineros. Pintor autodidacta, su obra –como coloridas estampas holguineras que recalcan cuestiones identitarias– refleja los temas populares de la cotidianidad precisamente en el entorno urbano: edificaciones, actos políticos, oficios citadinos, fiestas populares, como los carnavales, las Romerías de Mayo… están presentes en sus piezas, dos de las cuales se exponen en Holguín cumple 300: “Llegó el habanero” y “Hacia el futuro”.
Por otra parte, encontramos a Eduardo Leyva Cabrera, uno de los artistas en que lo citadino –esta vez desde las posibilidades “constructivas” de la abstracción geométrica– ocupa una dimensión casi palpable. Andamiajes, estructuras metálicas, arquitectónicas… caracterizan piezas como “Ciudad perdida” y “Barrio gris”, ambas de 2012. En esta muestra, con curaduría y museografía de la MsC. Anette María Rodríguez Reyes, Eduardo Leyva expone un cuadro, algo más “cálido” que las anteriores obras, con el título “Interacción”.
Por demás hay cierta “urbanidad” en las piezas de Ernesto Blanco Sanciprián; en las “provocaciones” de Yovani Caisé Almaguer; en Javier Erid Díaz Zaldívar; en las obras instalativas y el trabajo en metal de Dagoberto Driggs Dumois, que remiten al batey azucarero, al central, y que en la exposición de marras está presente con “Un paseo por la isla”; en las estilizadas mujeres, digamos que citadinas, de Ernesto Ferriol; en las “animaciones urbanas” de Armando Gómez Peña; en piezas de Ronald Guillén Campos; en los lienzos y las intervenciones, performances, happening, de Rubén Tomás Hechavarría Salvia; en la obra de Ramiro Ricardo, Wellis Peña, Miguel Ángel Salvó, Víctor Manuel Velázquez… Pero no me refiero a una urbanidad holguinera per se, prácticamente irreconocible en el quehacer de estos artistas, sino a una mirada urbana al hecho creativo en esencia. Hay urbanidad en sus piezas, está claro, pero no es una mirada a la ciudad de Holguín.
En Holguín cumple 300 –más personal o más explícita la motivación y el homenaje–, destacan varias piezas, entre ellas: “Paisaje urbano” y “Cronopio”, acuarelas sobre lienzo de Víctor Manuel Velázquez, donde esa urbanidad prefijada desde el título en la primera obra, queda estrechamente marcada, asociada, por los elementos naturales (aves, plantas) que la condicionan y que identifica la mirada poética y surrealista de Víctor Manuel; una hermosa pieza, “S/T”, de Wellis Peña, donde la citadino se da más bien por algunas figuraciones: mecanismos, engranajes, piezas mecánicas; “Visión caribe”, obra mixta del maestro Jorge Hidalgo Pimentel; “Bajo un volcán dormido”, atractiva pieza de María del Pilar Reyes, pastel sobre cartulina con la Loma de la Cruz, símbolo urbano de Holguín, de fondo; una pieza de la serie Telos, en ocres y dorados, donde Hennyer Delgado Chacón se acerca a la ciudad, anclada en el valle, desde cierta altura, al parecer desde uno de los edificios más altos de la urbe, que no supera los 12 pisos; y Juan Carlos Anzardo, en una pieza mixta sobre masonite, “S/T”, que distingue la creación de este artista holguinero.
Integran además la muestra: Pady Hill Pupo, con “300”, grafito y lápiz blanco sobre cartulina; Ernesto Ceballos Hernández, con “S/T”, grafito sobre lienzo; Asiris Riverón, con “Alas al tiempo”; y Yolanda Rodríguez Hernández, con “Homenaje a Naná”, acrílico sobre lienzo. Todos ellos de una manera u otra, tributan a la ciudad de Holguín en su 300 aniversario.
Fotos: Wilker López