Parece obligado referirse, ante todo, a la dinastía Abela dentro del arte cubano. Eduardo Félix Abela Villarreal (1889-1965), uno de los padres fundadores de nuestra vanguardia, es el primero de ellos. Su importancia, más que reconocida, no estriba solamente en el hallazgo de “El Bobo”, personaje de caricatura que recorre una buena parte de la historia republicana con su ingenuidad mordaz y certera, sino que, además, practicó una pintura de muy altos valores estéticos centrada temáticamente en la vertiente nacionalista: guajiros, rumberos y otros personajes que con el tiempo devendrían clichés, pero que en su momento constituyeron un esfuerzo sincero y eficiente de construcción de identidad en un país que, luego de la etapa colonial, seguía pugnando por ser.
Eduardo Abela Alonso (1932), hijo del primero, ejercería la abstracción lírica durante las décadas de los sesenta y los setenta del siglo pasado. Luego su obra, que está demandando una revisión crítica, se sumió en el silencio.
Eduardo Miguel Abela Torrás (1963), nieto e hijo de los dos anteriores (Abela a secas en el ambiente artístico de La Habana de estos días), resulta, si no una síntesis familiar, al menos la clara conciencia de la continuidad del legado, lo cual asume con su alegría característica en una obra sumamente móvil, cambiante, que desconcierta en no pocas ocasiones, pues tiene como signo la búsqueda perpetua de la marca, del modo de plasmar el diálogo crítico que sostiene con la intensa realidad de la Isla.1
Abela pertenece a la estirpe de los artistas lúcidos, los que no se contentan con sólo representar intuitivamente (que ya es bastante), sino a aquellos interesados de igual modo en los cómo y los porqué del acto de comunicación.
Comenzó en la década de los ochenta en el suplemento satírico La Aspirina, del periódico Tribuna de La Habana, y se acercó a DDT, tabloide que se publicaba bajo la égida de Juventud Rebelde y cátedra del humor gráfico en Cuba por muchos años. Entonces creyó que había hallado su camino definitivo. Era un momento de mucho debate social, donde firmas como las de Manuel, Carlucho y Ajubel, por sólo citar unos pocos, participaban eficazmente en el escrutinio de la cotidianidad, tanto en lo que respecta al ámbito nacional como al internacional.
Pero pronto Abela descubre que necesita más afinadas herramientas para expresarse a plenitud. Había que aprender el oficio, por eso se matricula en la Academia San Alejandro, de donde emerge graduado en la especialidad de Grabado en 1991.
Si se le pregunta cuáles eran sus paradigmas de aquel tiempo, responde sin vacilar: Santiago “Chago” Armada y Jesús de Armas, artistas que ejercieron un humorismo otro, de gran elaboración conceptual y heterodoxos recursos expresivos, más allá de la contingencia del chiste.2 Justamente De Armas fue el primero en advertir que el joven se estaba desviando del cauce tradicional, y le sugirió que revisara la obra de pintores consagrados, como Picasso o Magritte, para que detectara ciertas zonas donde el llamado “arte mayor” y el humorismo confluyen en perfecta armonía.
En la Academia recibe formación de Ángel Ramírez, que no sólo lo apertrecha técnicamente, sino que influye en su mirada. A Abela le gusta subrayar la deuda de gratitud que tiene con Ramírez, pues el trabajo de este maestro le resultaba altamente motivador, lo que es apreciable en más de una de sus piezas.
Luego, en el Taller Experimental de Gráfica, en la Plaza de la Catedral, colisiona con las obras y las fuertes personalidades de Sandra Ramos, Luis Cabrera, Nelson Domínguez, Zaida del Río, Roberto Fabelo y Vicente R. Bonachea, a quienes observa en pleno proceso creativo, algo de suma importancia en ese acto de absorción desenfrenada que es la formación de todo artista. Allí, gracias a la generosidad y al cuidado de José Omar Torres, tiene la oportunidad de arrimar el hombro y ponerse a la faena, pensándose ya como alguien que no debe reconocer barreras, ni temáticas ni genéricas: se muestra ante él un universo ilimitado, abierto a la exploración, de incesantes búsquedas y gozosos encuentros. Por eso se puede afirmar que en su trabajo y en su vida hay un punto de giro a partir de la incorporación al TEG; algo así como un renacimiento.
De manera genérica la crítica ha dado en llamar posmedievalismo a una tendencia temática e icónica que se expresa en nuestro arte a partir de la década de los 90 del pasado siglo. Se trata, en la mayoría de los casos, de tomar como referentes imágenes prestigiadas por el tiempo, pertenecientes a un autor determinado o no, para ponerlas en contrapunto con el convulso presente. A primera vista parecería una estrategia escapista, provocada por la saturación de un discurso incisivo en lo político, pero de escasa elaboración formal. Pero sólo a primera vista. En el fondo esas obras comparten una misma vocación de accionar en su contexto de manera crítica, sólo que apelan a cánones de belleza considerados tradicionales que se redimensionan a través de recursos posmodernos como el pastiche, la parodia y, en última instancia, la legítima apropiación.
Rubén Alpízar, Carlos Guzmán, Ernesto Rancaño, Ángel Ramírez y Reynerio Tamayo, están entre los nombres más sobresalientes que han “incurrido” en el también llamado neohistoricismo, etiqueta que, como toda, simplifica y vulgariza un fenómeno mucho más complejo. Y a este pelotón se sumó Abela, y con buenos resultados, sobre todo si se tiene en cuenta que ha tenido que “inventarse” como pintor; es decir, hallar ante el caballete, en fatigosas sesiones, modos y soluciones que no tienen que ver con su instrucción básicamente de gráfico. Porque, dicho sea de pasada, no se puede citar a Goya, al Greco o a Rubens sin métier, ese bien hacer constantemente puesto en solfa por la modernidad, pero sin el cual toda deconstrucción es imposible.
De muestra personal en muestra personal, a salto de mata, Abela se “expone”. Comunica nuevas sendas, retrocesos y hallazgos, en una trayectoria zigzagueante, como es de rigor. En Triple A3 adelanta su incursión en lo tridimensional: se trataba de tres arcones de madera que reproducen cajas de los conocidos jugos Tropical Island, decorados con las frutas del país que en el imaginario popular devienen símbolos sexuales. Operación que retoma en 11 000 vírgenes4 (“La Konga”, una balalaika iluminada a semejanza de las lacas populares rusas, donde la Virgen de la Caridad es una matrioska, y dos tamboreros exhiben sus gorros para la nieve en medio del paisaje tropical), Ay Dios mío,5 con la pieza “Línea directa”, retablo de reminiscencias bizantinas a modo de cabina telefónica para comunicarse con el “Altísimo” y en Kamanutra,6 si bien en esta exposición, que liga de modo risueño el sexo y la alta cocina, el objeto es reducido exclusivamente a la cualidad de soporte: bandejas y tablas de cortar.
No es hasta Mecánica popular,7 que Abela se lanza al abismo y sin redes. Desde mi punto de vista aquí el artista pone la cota del inicio de su madurez. Es una colección que da la espalda al mercado convencional, nada complaciente; parte, eso sí, de la autosatisfacción de inquietudes que dimanan exclusivamente del proceso de observación y reelaboración de la realidad que se ha impuesto. Son cajas de madera que lo mismo echan mano a los objetos encontrados (objet trouvé) que a la gráfica, pasando por lo instalativo y lo escultórico.
Abela busca en el absurdo cotidiano, en la surrealidad que nos envuelve, aquellos signos característicos del cubano de hoy, que se debate entre la defensa de un proyecto social basado en principios de equidad y justicia y la dura sobrevivencia; que trata de insertarse en un mundo donde la tecnología sustituye a los dioses, desde la precariedad material de cada día. De ahí piezas como “El lap top de los mulatos”, suerte de maleta que incluye, además del teclado y la pantalla de rigor, útiles de aseo personal, un jarro y una cuchara, una hornilla, una camisa limpia y la imagen de La Caridad (“Potection System”, dice encima de la figura), entre otros elementos diversos e igualmente imprescindibles.
Otras obras remedan páginas Web. Son las que el artista atribuye a nuestra intranet de andar por casa, (“www.lacuota.com”, “www.elmani.com”, “www.lamerienda.com”, sitios a los cuales hay que acudir si uno quiere “estar en la jugada”, entender “la mecánica” de las complejas relaciones sociales que se tejen desde la singularidad de este sistema político y social. El espectador no ríe a carcajadas ante estos artefactos, pues no se trata de chistes, sino más bien esboza una sonrisa reflexiva, al reconocerse como pieza de un entramado que lo involucra y lo supera, que lo pone en la compleja situación de escoger entre el yo existencial y el sujeto históricamente predestinado, cargado de simbólicas implicaciones.
Creo firmemente que aquí Abela entra en honduras mayores. La polisemia de su trabajo se abre a la capacidad de aprehensión del receptor. Por más que lo parezca, el suyo no es un discurso directo; tampoco una crítica acerba, ni una representación ingenua. Es su modo natural de estar despierto en medio de la aciclonada realidad, y velando las armas que ha ido forjando a lo largo de una trayectoria que ya se reconoce como notable dentro del panorama variopinto y muy activo del arte cubano que se abre, lleno de preguntas, al siglo XXI.
Notas
1 En 1997 la Domingo Padrón Art Gallery, de Coral Gables, Florida, organizó la exposición Tres generaciones Eduardo Abela.
2 Este trabajo tiene como base, además de otras fuentes, una conversación sostenida por el autor con el artista.
3 Galería La Acacia, La Habana, 1998; junto con el artista Ángel Rivero (Andy).
4 CNAP, La Habana, 2004.
5 Palacio de Lombillo, La Habana, 2005.
6 Restaurante El Templete, La Habana, 2008.
7 Galería Villa Manuela, La Habana, 2009.