Por: José Carlos de Santiago
Carilda Oliver Labra escribe lo que siente y lo hace poesía de la existencia, de sus vibraciones, sensaciones, deseos, desde una época en que le estaban negadas palabras y hechos. Si la poesía cubana se hiciera mujer, sería Carilda, ineludiblemente. En ella se da la correspondencia entre vida y escritura en un mismo cuerpo. Así lo refleja en su conversación, a sus saludables 96 años.
¿Poesía? «Es un tema largo, porque nació conmigo, o por lo menos el intento de hacerla. La poesía es indescifrable, indescriptible. Por lo menos estoy agradecida a la vida de intentar su compañía, y que por lo menos alguna que otra vez me haya seguido».
La Novia de Matanzas, una de las voces femeninas más legendarias de la poesía hispanoamericana, afirma que ha vencido al mundo.
Usted se dedica a la literatura hace unas siete décadas. ¿Sobre qué fundamento reposa la apasionante energía circulante en su obra literaria?
Jamás he sido una mujer austera en el amor, nunca otra cosa, solo el amor me condujo a los versos, tal vez empujados fuera de mí para manifestar la belleza indescriptible con la que el cuerpo los cantó primero. Si ahora soy esa que a veces gastó su tiempo en el innoble trabajo de volver lenguaje lo que en primera instancia es vida pura, a dicha falta fui arrastrada por la vanidad, porque no existe discurso poético que suprima los acontecimientos primigenios de la carne, lo vivo a ras del corazón. En esencia, la fuente nutritiva para sostener la poesía emana de mi condición de mujer.
Tuvo la audacia de ser mujer irreverente en un mundo de hombres. ¿Desde cuáles posiciones valora esa disensión?
Nunca fue un propósito molestar a nadie, ni imaginaba al revelar mis interiores dar motivo para toda clase de intrigas, hijas del prejuicio y de la ignorancia. Escribí mis libros desde la perspectiva femenina, sin renunciar a las libertades expresivas que en la Cuba de mediados del siglo xx eran patrimonio exclusivo de los hombres. Trasladé a mis versos palabras y fueron para muchos santos oídos de varón obscenas, impropias de aquella señorita de clase media, desaplicada para las asignaturas primordiales de la época, como el corte y la costura, las labores domésticas y el matrimonio. Tuve a cambio una afortunada recompensa: al explorar el cuerpo del hombre, al describir la gracia salvaje de nuestra sexualidad, satisfacía con rigor una necesidad enfermiza: ser libre.
Con más de veinte libros su legado literario camina por las anécdotas más íntimas, y transita hacia los espacios públicos para confluir con el suceder político de su país. Es otra Carilda, un poco menos conocida. Existe, además, la Carilda de ese soneto legendario que lleva por título «Me desordeno, amor, me desordeno…». ¿Lo percibe como dicotomía?
¿Quién puede ser dos criaturas? Cuando yo escribí sobre otros temas relativos a Cuba padecía las mismas urgencias que al escribir sobre el amor íntimo. Tanto la mujer como la propia patria están contenidas en un cuerpo vital, y desde ese cuerpo resultó indispensable conformar el discurso poético. Así, cuando menciono el polvo de Matanzas, sus calles, sus ríos, o la majestuosa tristeza de su valle, estoy ubicada en mis manos, en mis piernas, en mis labios, porque la sensualidad, el eros, no son condiciones exclusivas de la cultura de los pueblos o del carácter humano. Más bien la sociedad restringe, o expresa de manera limitada, el universo erótico manifestado en cada creación. Por eso este soneto es probablemente, de tan íntimo y raigal, aquel que las personas prefieren con particular emoción, pues resulta al mismo tiempo un poema latente en el subconsciente colectivo. Contiene el deseo de deshacernos en lenta y demoledora llama, y es la fatídica certeza de cierta otredad feliz de sabernos disueltos en la carne ajena sin perder una pizca de nuestra conciencia del amor.
¿Cómo surge ese poema?
Con la promesa de no desordenarte… Yo era un poquitín más joven, y estaba en un baile. Atrapaba mi atención una pareja de jóvenes. La música era suave, y ellos se iban acercando peligrosamente… Imagínate, en aquella época las muchachas no acostumbraban salir solas, las acompañaba algún familia encargado de cuidar su honor. Y cómo era de esperar, la abuela intervino, sabedora del dicho «entre santa y santo debe ponerse una pared de cal y canto». Apartó a la chica sujetándola del brazo, y mientras le decía: «¡Así que te me estás desordenando!». Quedé pensando en aquella frase tan concluyente, aquella frase referida al desorden del cuerpo, motivado por el instinto, en fin… Me retiro del baile y la frase siguió repicando, pero no era un tañido de llamada a misa. La convocatoria era muy poco religiosa, o al menos no de nuestra religión católica, apostólica y romana. Quise apropiarme de tan santo pecado, y como tenía la musiquilla del soneto, lo dije: «Me desordeno, amor, me desordeno / cuando voy en tu boca demorada; / y casi sin por qué, casi por nada, / te toco con la punta de mi seno. // Te toco con la punta de mi seno / y con mi soledad desamparada; / y acaso sin estar enamorada / me desordeno, amor, me desordeno. // Y mi suerte de fruta respetada / arde en tu mano lúbrica y turbada / como débil promesa de veneno; // y aunque quiero besarte arrodillada, / cuando voy en tu boca demorada, / me desordeno, amor, me desordeno».
Premio Nacional de Poesía en 1950, Premio Nacional de Literatura en 1997, en el 2017 la Orden Félix Varela de Primer Grado que concede el Consejo de Estado cubano a intelectuales relevantes… ¿Qué más espera de la vida?
Seguir respirando, latir con este corazón, una de las pocas cosas que el tiempo no puede domar; seguir amando porque el amor todo lo justifica. El amor es, sin lugar a dudas, una fuerza poderosa sin la cual el planeta sería una pelota golpeada por la desesperanza y el miedo.
Yo todavía sueño con vestidos de novia, con libros nuevos que tienen el olor de la tinta fresca. Todavía soy aquella, en alguna calle de Matanzas, debajo del sol y las palomas, esperando a que «el milagro aparezca en una acera». Las palabras jamás alcanzan ni son diestras para explicar la extraordinaria sensación de vida que me estremece. Conservo en el recuerdo a mis abuelos españoles; a la abuela Mercedes, de quien aprendí los primeros poemas, leídos en noches apacibles. Guardo, como si fuese ropa blanca recién estrenada, la voz de mi madre y el violín de papá. Llevo entre los huesos a mis hermanos, y a otros seres maravillosos, son esos veranos del alma. La propia ciudad ha comenzado a entrar en mí, y a veces abro ventanas, y todo se colma de esa luz que solamente sirve para no renunciar nunca, nunca, a esta feliz existencia. Gracias. Siempre doy gracias. No tengo otro modo para decirlo: soy feliz. Con esto es suficiente. En cierta forma, gracias a Dios, también he vencido al mundo.
I
A veces va una por la calle, triste,
pidiendo que el canario no se muera
y apenas se da cuenta de que existe
un semáforo, el pan, la primavera.
A veces va una por la calle, sola,
—ay, no queriendo averiguar si espera—
y el ruido de algún rostro que se inmola
nos pone a sollozar de otra manera.
A veces por la calle, entretenida,
va una sin permiso de la vida,
con un hambre de todo casi fiera.
A veces va una así, desamparada,
como pudiendo enamorar la nada,
y el milagro aparece en una acera.
(Soneto «Los encuentros I»).