No puedo afirmar que Pablo Neruda es el mejor poeta de Chile, ni el más chileno de los poetas, pero sí el más reconocido, traducido y leído dentro y fuera de esta nación austral que a ratos me parece de repente una delgada franja de tierra serpenteando el Océano Pacífico.
Tanto se ha dicho y escrito sobre el también militante del Partido Comunista chileno que no quiero pecar de repetitivo. Algo sí está claro: en este país del cono sur país hay más poetas que piedras. Pensemos en el gran Vicente Huidobro, el mismo que sentenció categórico que el poeta es un pequeño Dios.
El autor de Altazor fue pionero, junto al Argentino Jorge Luis Borges y el cubano Alejo Carpentier, en promover las expresiones literarias europeas de vanguardia en nuestras tierras.
Nadie olvida a Doña Gabriela Mistral, criatura adorada, la primera mujer hispanoamericana en obtener el cotizado premio literario de la Academia Sueca. Como tampoco ignoran ni por un instante a Gonzalo Rojas, Premio Cervantes. Y ni hablar del ya legendario Nicanor Parra, irreverente aún a punto de cumplir 102 años.
A unos días de haber nacido Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, su madre murió de tuberculosis y su padre, un maquinista de un tren que cargaba piedras, se trasladó a Temuco, importante ciudad de la Araucanía chilena donde el futuro Premio Nobel de Literatura escribió su primer libro: Crepusculario, una suerte de cuaderno de apuntes de un adolescente deslumbrado por su primer maestro: Rubén Darío.
Tendría yo unos 17 años cuando me acerqué al poeta que García Márquez consideraba el mejor en todos los idiomas. Y fue, como creo le pasó a la mayoría de mi generación, una tarde en que me sentí atraído por alguna muchacha del colegio y no sabía qué rayos iba a decirle. Ahí apelé al bardo y memoricé: «…cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos, te pareces al mundo en tu actitud de entrega».
No recuerdo el rostro de la joven, pero imagino que se haya volteado y me haya mirado no sin cierta extrañeza. Así me sentí fuerte, amparado por las palabras que hacen falta cuando uno es joven y anda con pasión exuberante en esos menesteres del corazón.
A partir de su célebre y controversial 20 poemas de amor y una canción desesperada, libro escrito a los 24 años, Neruda se convirtió en el paladín del verso para jovencitas, quienes caían adormiladas al compás de aquellos versos neorrománticos que sonaban en sus oídos como cañonazos de lirios.
A Neruda era preferible leerlo y no escucharlo. Su voz no atraía, ahuyentaba más bien, era como un quejido estridente y monótono. La poesía es una herramienta de luces invisibles.
Neruda recibió el Premio Nobel de Literatura el 21 de octubre de 1971. Su postulación para la presidencia de Chile se la había cedido a su gran amigo Salvador Allende, en un gesto que pasó a la historia como una gran nota de gratitud y respeto por su coterráneo, que el poeta consideraba mejor preparado para tal encomienda.
Sufrió desde entonces las más virulentas y despiadadas calumnias jamás escritas. Diatriba de improperios que se publicaron en el diario chileno La Opinión, y que tuvo como su principal contrincante al no menos significativo poeta chileno Pablo de Rokha.
De paso recomiendo la lectura de La guerrilla literaria, enjundioso libro de la periodista Faride Zerán, para conocer de primera mano las rencillas, envidias e insultos de toda índole que llovieron sobre el autor de Residencia en la Tierra, Canto general, Estravagario —su libro más íntimo según su autor— y Canción de gesta, de 1960, dedicado a la Revolución cubana, entre otros libros importantes de la poesía hispanoamericana, quien alternó con acierto y desde muy temprano el oficio de diplomático con el de obrero de las palabras.
Pocos poetas de nuestra lengua han alcanzado tantos epígonos y detractores como Pablo Neruda.
Abordó varias temáticas. La política-social fue una de ellas, y lo hizo sin caer fácilmente en las redes del panfleto, y sin dejarse manipular por los impulsos de las coyunturas transitorias de la política.
Uno de los mayores logros de Neruda fue que supo construir poemas potables sin perder el pulso de una estética que supo evolucionar con el paso de los años en el constante ir y venir por disímiles geografías, siempre al lado de las luchas populares, conviviendo con las ansias de justicia y libertad a las cuales el poeta le supo cantar gracias a su auténtica vocación emancipadora.
Neruda es pasión abrumadora y magma de volcanes regurgitando iras implacables sobre copos de nieve. O lo que es casi lo mismo: la húmeda y exuberante vegetación de los valles en perenne diálogo con las áridas dunas de las colinas desérticas.
Encarnó la voz de su pueblo, que es, digamos, como atrapar una manzana en el desierto, y lo hizo porque se reinventaba a sí mismo en sus agonías y destellos, apelando siempre a los tonos, sabores y decires de lo coloquial, a veces con reposada atmósfera de susurro melancólico y otras reconstruyendo su propia esperanza épicamente, entre barro y lodo.
Su discurso es asequible, lo cual no significa ramplón o de ingredientes baratos. Para ello se nutrió en un largo proceso de aprendizaje de los mejores atributos de los grandes poetas del Siglo de Oro español, y por supuesto de las armonías modernistas de Darío, sin descuidar sus deudas con los simbolistas, y luego con los surrealistas franceses.
Por encima de buscar influencias, se impone que le dediquemos a Neruda nuestros mejores cantos de intimidad y respeto. Es, sin dudas, un lírico endemoniado. Nos hizo menos tímidos frente a la conquista femenina y sus versos han contribuido en los cinco continentes al reencuentro de las parejas dispersas y a calmar los desencantos juveniles.
Es cierto que su obra tiene desbalances cualitativos, pero eso sucede con casi todos los escritores. Su poética, no obstante, es reconocible, tiene un estilo, un signo nerudiano, no solo por la arquitectura de sus poemas, por la alquimia del entramado de sus palabras, sino por la vocación ecuménica de sus contenidos.
Para mí lo esencial de Neruda está en su registro, en su diapasón. Por un lado supo, entre lo ingenuo y lo cursi, endulzar los oídos de las doncellas con sus primeros textos sensuales, eróticos, apasionados como el alma adolescente; y por otra parte reflejó el sentir de los de abajo, de los más vulnerables socialmente hablando, y ello lo encontramos en sus libros frontales, de combate.
Pretendió, y lo logró a veces, que su poesía fuese admirada por las mayorías, no solo la política, difícil por lo que presupone en cuanto al uso de un lenguaje directo, circunstancial y por lo general tendente al panfleto, sino también en su poesía de corte amatorio, donde indiscutiblemente Neruda voló más alto o al menos alcanzó su tono más agradable y complaciente. En todo caso digamos que acuñó una lírica propia, aunque para algunos críticos le deba mucho a Tagore.
Con Neruda, Chile continuó abriéndose al mundo en el terreno literario, en un camino que ya habían iniciado Huidobro y la Mistral. Su poesía es parte del folclor, si la entendemos como memoria emotiva irremplazable, como semilla de frondosa espiritualidad que a la vuelta del tiempo ha dado sus frutos, sobre todo entre en los amantes del mundo.