Por: Manuel López Oliva
Quienes conocimos la función expositiva constante que tuvo el Pabellón Cuba en los años sesentas -con avanzadas concepciones de diseño estructural, e interesantes museografías que combinaban el arte o la propaganda y memoria visual con el espectáculo y lo inusitado- hemos quedado complacidos de la imagen que desde el pasado lunes 11 de abril presenta ese sitio de La Rampa vedadiense. Una intensa y esforzada labor con recursos equilibrados y recuperados, donde se aunó el trabajo de curadores, editores, constructores, funcionarios, jardineros, montadores y artistas, permitió hacer en poco tiempo esa suerte de “milagro” del buen gusto y la racionalidad requerida por la conformación de los ámbitos culturales.
Un reconocido colega de la plástica, cuya obra recibe hoy al visitante que ascienda por la entrada de la calle 23, me recordó que desde que era estudiante y muchos como él fueron incorporados en condición de fuerza de apoyo de la Primera Bienal de La Habana del 84, no veía al Pabellón con la organicidad, limpieza, modernidad y belleza de espacios que aquella vez alcanzó. Recuperar el espléndido linaje arquitectónico de ese centro de cultura y divulgación o comercio popular, restituyéndole de súbito parte del enlace originario de áreas concebidas para mostrar los tesoros del saber y la imaginación, es un logro de este momento que ha de ser reconocido, conservado y proyectado hacia el devenir.
Pero la cosa no queda sólo ahí; porque la macro-exhibición de arte que estará durante dos meses habitando en el Pabellón, cuenta con dimensión cualitativa equivalente. Tanto la mayoría de las realizaciones artísticas que contiene, como el modo de ordenarlas en concurrencia y el sentido patriótico que las identifica, constituyen positivas evidencias de un nivel de responsabilidad y de armonía que fusiona diferencias generacionales, enfoques interpretativos, elecciones de método creador y emisiones plurales de la subjetividad. Al observarse de conjunto la opción curatorial sustentante, que ofrece una poli-visión acerca de cómo la Bandera de la nación es asumida, sentida y refractada por artífices convencionales y renovadores de apreciables niveles de calidad, puede comprobarse que ahí se concuerda en lo artístico con aquella aspiración martiana de una República ”con todos y para el bien de todos”.
Frente a una creciente enajenación y mercantilización del arte que contamina y atomiza a coterráneos del sector, distanciándolos a veces del contexto y el ideal humanista propios, Fuerza y Sangre/Imaginarios de la Bandera en el Arte Cubano se afirma -no obstante algunas obras hedonistas o epidérmicas de sentido- como congregación de lo legítimo y lo plural. En ella no se quiso limitar los tipos de obras a las que ilustran razones conocidas o comunican apreciaciones líricas respecto del estandarte tricolor de la patria. En los paneles, muros y zonas despejadas del Pabellón Cuba se conjuga la percepción zahorí con el afán de sacar a plena luz verdades necesarias, las actitudes de amor que generan metáforas íntimas y las operatorias que construyen un nexo de nuestra bandera con la dialéctica histórica, el clamor por lo ético con un genuino entendimiento de la soberanía. Fuerza y Sangre se instala así -gracias a mezclar tendencias, reunir profesionales que viven modestamente con aquellos cuyas finanzas les permiten mejores condiciones de vida, y dar cabida a lo que nace de posiciones antropológicas e ideológicas diferentes- como peculiar prisma de lo humano encarnado en más de cien maneras de dar cuerpo a la relación fecunda (y a veces compleja) que los artistas visuales tenemos con el símbolo imperecedero que nos identifica.
Tampoco es posible comparar esta exhibición con la naturaleza de los proyectos que participan de las bienales habaneras, ni con una muestra panorámica del arte cubano actual; aunque de hecho interiorice a ésta en su diversidad inter-generacional de nombres y modalidades de nuestra producción visual. Si en los años cuarentas hubo una exposición académica centrada en el tema de la bandera, en el decenio 70 otra de gráfica informacional que mostraba ejemplos de su presencia en ese medio impreso, y en la X Bienal de La Habana una ejecutoria colectiva colateral inspirada en ese recurso simbólico del país, ninguno de los aludidos compendios tuvo la riqueza de géneros, soportes, formatos, procedimientos de realización, alternativas morfo-expresivas y códigos de formulación estética que ha tenido la que actualmente se ofrece en el Pabellón.
Fuerza y Sangre nos remite también, acaso tangentemente, al recuerdo de figuras del arte mundial que incluyeron banderas en sus realizaciones, ya sea con carácter de documento o como claves de significación: pensemos en “La libertad guiando al pueblo” de Delacroix; en el “Monumento a las banderas” en Sao Paolo, del escultor Vítor Brecheret, o en las banderas norteamericanas del Pop universalizadas por Jasper Johns.
Al observarse cada una de las piezas representacionales y problematizadas dispuestas por el equipo de curaduría del Consejo Nacional de las Artes Plásticas y su Sello Editorial, se advierten las concepciones plásticas personalizadas de quienes han reproducido o recreado a la bandera patria en distintos tiempos del arte de Cuba. Apreciar cuanto integra la exposición que comentamos, nos permite afirmar que la bandera no sólo porta el sentido de diseño y las implicaciones simbólicas de los hombres del siglo XIX que la idearon, sino que a lo largo de su existencia se ha diversificado en la cultura por conducto de sistemas de pensamiento y exteriorización propios de artistas que la han abordado como imagen o como especial recurso de reflexión.
La presencia visual de la bandera se inició con el diseño que la gestó, que en su síntesis compositiva reunía claves simbólicas de la masonería y el espíritu de la Revolución Francesa, a la vez que se proyectaba hacia las ideas libertarias americanas. El diseño era simple, directo, fuerte, escueto y eficaz en el aspecto perceptivo. Luego vinieron las banderas cubanas citadas por fotografías y bocetos de campaña, que la mostraban en manos del ejército libertador, entre los emigrados (sobre todo tabaqueros de Tampa y Cayo Hueso) y en determinadas caricaturas de la prensa anti-colonial. Durante la frustración “republicana”, donde el dolor y la convicción de cubanía se fundieron, los que dibujaron o pintaron a nuestra bandera(sobre todo académicos)no sólo la representaron como el emblema oficial de la nación, sino también a manera de indicador del amor patrio que acercaba a personas de clases sociales distintas.
En correspondencia con la renovación desatada por el arte moderno nacional surgido en los años veintes, las visiones de la bandera derivaron -sobre todo- de profesionales artísticos puestos en oficio de diseñadores; y sólo en muy excepcionales casos ésta adquirió la vestidura formal de los entonces novedosos cambios en la expresión plástica. La producción artística modernizada en la República, con una evolución formal y constructiva que tendía a lo subjetivo y no-representativo, trajo consigo el abandono de cuanto implicara convenciones de uso público y oficial, simbologías institucionales y otros motivos que habían sido usados por académicos y figurativos-representacionales. Es por eso que resulta difícil hallar banderas de la nación en las imágenes de creadores de las vanguardias pictóricas y escultóricas que ocuparon espacios de renovación estética y afirmación de nuevos modos de trasmitir la identidad cubana, durante las décadas del veinte, treinta, cuarenta y cincuenta. Debe decirse que en la República fueron la sátira y el humorismo gráficos aparecidos en viñetas, cuadros y breves tiras secuenciales de periódicos y revistas, los que ocupan el segundo lugar, después de las ilustraciones y la imagen de cubiertas, en el uso de la bandera como referente y reafirmación de nacionalidad.
Las dos primeras décadas del denominado período revolucionario contaron con una intensa producción de artes visuales que combinaba la condición subjetiva propia de los lenguajes autorales con funciones ancilares de carácter educativo e ideológico. En ese contexto tuvo lugar también la paulatina desaparición de la actividad comercial de arte, lo que impuso a los artistas contar con empleos en distintas esferas del trabajo estatal, sobre todo como profesores y profesionales del diseño gráfico, la ilustración y la ornamentación. Esto hizo que la labor expresiva personal y la de asalariado interaccionaran, al punto de integrarse una en la otra. Mucha buena cartelística y conformación visual de libros asumió, entonces, significantes propios del dibujo o la pintura y el grabado; a la vez que lo propio de la comunicación publicitaria y la memoria histórica hallaron asidero en la fotografía de autor y en los géneros del arte plástico. La visualización de símbolos y héroes de la patria en los años 60s y 70s estuvo condicionada por esa doble función de los artistas: por la exteriorización de las poéticas personales en las obras para exposiciones y concursos, y por una formulación de los encargos de comunicación que se valían de variados códigos formales del arte. No pocas banderas manejadas en la pintura, el dibujo, la fotografía de consciencia estética, la litografía y los oficios de la gráfica utilitaria estarían dentro de imágenes cargadas de preocupaciones creadoras, que sin extralimitarse demasiado en la sintaxis plástica ni llegarse a la deconstrucción en pos de un “juego de sentido”, enriquecieron su presencia en la historia del arte plástico cubano del siglo XX.
La década del 80 constituyó en arte un escenario temporal de continuidad ascendente y un “salto” en términos de expansión de las alternativas de renovación de los cifrados estéticos. El peso alcanzado en los setentas por el uso propagandístico de lo artístico, e igualmente por la canalización de la memoria histórica mediante éste, fue subvertido a nivel de las poéticas personales de los artistas y en la concepción rectora del trabajo estatal correspondiente. Tanto el pensamiento inherente al arte, como su variedad de producción, trascendieron los enfoques sociales articulados con los programas políticos establecidos, para desarrollar reflexiones por la imagen más espontáneas y a tono con la percepción, las búsquedas específicas del lenguaje del arte y una perspectiva de época. El carácter autónomo de las expresiones de la plástica se multiplicó con la suma de otras modalidades de invención, que incluyeron el conceptualismo y los post-conceptualismos, el manejo de los recursos extrartísticos, lo efímero y lo virtual, la estética corporal y el arte de sistemas.
Precisamente por esas otras maneras de enfrentar el acto imaginativo expandidas en el octavo decenio, que ya no se limitaban a lo representacional y lo simbólico, temas habituales tomaron por caminos que resultaron inéditos, deviniendo dialógicos y en ocasiones desatando polémicas o el desacuerdo de quienes no comprendían lo que observaban o se aferraban a los dogmas de la apreciación inculta e ideologizante. Fue en tales circunstancias donde surgió, para proyectarse hasta el presente, una posición diferente, analítica, paródica y hasta provocadora en la acepción positiva de este término, acerca de lo que puede significarse y afirmarse (o negarse indirectamente, a veces con desenfado y popularismo) mediante la reencarnación estética de ese inmortal símbolo patrio.
Semejante evolución de la apropiación de la bandera de Cuba por el arco iris creador el arte que nos signa, que sobresale como entrega medular en Fuerza y Sangre, hace posible que nuestra enseña heroica y unitaria sea a la vez la bandera del arte cubano todo.