Por Héctor Bosch y Xenia Reloba
Lourdes teje un tapete negro sobre el muro, y al extremo de la pieza otra mujer se suma a la faena de cubrir con Pureza ese espacio socorrido, donde más veces de las que podemos recordar hemos ido a sentarnos todos.
El Malecón es un límite físico pero, sobre todo, es una frontera simbólica que nos recuerda: aquí termina la ciudad, aquí termina uno de esos sitios definitorios de la Isla. Todo lo que exceda este contorno resulta desborde, exceso, inundación, en el sentido del clima o de las emociones.
Esa es una de las lecturas posibles de la pieza que la cubana Aimée García ha sometido a la interacción con el público que –a veces prevenido, a veces intimidado– responde: unos se sientan, otros se acercan cautelosos a explorar. Ya todo el mundo sabe que estamos en Bienal y cabe esperar «cualquier cosa» del arte contemporáneo.
Con la Pureza de Aimée llegan también las tradiciones, pero subvertidas. Y ello es aun más evidente si el color escogido para representarla es el negro. Porque asumir la pureza como algo «blanco» es demasiado elemental, porque no todo son alegrías sobre estos muros, porque ¿por qué no? Laboriosa, obstinada, persistente, apaciblemente, dos mujeres colocadas cada una al extremo de un largo tapete negro, siguen tejiendo una capa que protegerá durante algunos días al Malecón habanero.
No muy lejos de allí, una escultura instalativa en forma piramidal muestra pares de orejas que en la medida en que ascienden resultan de menor tamaño. Porque Nadie escucha. «¿Y tú escuchas, Arrechea?», le preguntamos a Alexandre, aunque a juzgar por la pieza la respuesta es obvia: que la obra artística no puede estar al margen de lo que piensa y siente la gente alrededor; que la interacción del público con sus creaciones es vital para él; que el Malecón es el entorno ideal para situar esta metáfora de las personas en que nos vamos convirtiendo, centrados como estamos en nuestros propios pensamientos, apartándonos cada vez más de lo que interesa y afecta a los demás.
Se nos antoja una inversión graciosa de la obra: contra la gravedad y la costumbre. «Para escucharnos mejor» y romper nuestros límites.
Hay un cañón en una vetusta fortaleza que muere de óxido, de desgaste, de viento, de salitre, de paz. Del lado de acá del muro, Duvier del Dago nos devuelve una imagen resemantizada de este símbolo y propone una Disección que será leída según el antojo, la iniciativa y el deseo de cada transeúnte.
Debería apuntar aquí, debería apuntar allá, dicen los caminantes. La pieza dialoga con nuestra recurrente sensación de ciudad sitiada y subvierte esa circunstancia. Al descomponer el objeto nos lo devuelve tan frágil como somos. Es por eso que nos detenemos a estudiar su mecanismo. Lo desarmamos ¿para armarnos?
Detrás del muroo justo delante, más de una decena de obras inquietan, interrogan a un espectador que las recorre cargado de preguntas: el Malecón como borde, el límite, la frontera física que también traduce nuestras fronteras mentales.
En los días de la Oncena Bienal de La Habana, la ciudad cuenta como siempre con su contorno pegado al mar, pero tiene además algunas de las lecturas que este provoca: seres «pescados» en la imposibilidad, espacios imaginarios y aviones que invitan a volar, laberínticas puertas, espejos donde nos miramos ser o cuyo reflejo evitamos con pudor o miedo de nosotros mismos…